«En aquel tiempo, cuando Jesús y los tres discípulos bajaron de la montaña, al llegar adonde estaban los demás discípulos, vieron mucha gente alrededor, y a unos escribas discutiendo con ellos. Al ver a Jesús, la gente se sorprendió, y corrió a saludarlo. Él les preguntó: “¿De qué discutís?”. Uno le contestó: “Maestro, te he traído a mí hijo; tiene un espíritu que no le deja hablar y, cuando lo agarra, lo tira al suelo, echa espumarajos, rechina los dientes y se queda tieso. He pedido a tus discípulos que lo echen, y no han sido capaces”. Él les contestó: “¡Gente sin fe! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo”. Se lo llevaron. El espíritu, en cuanto vio a Jesús, retorció al niño; cayó por tierra y se revolcaba, echando espumarajos. Jesús preguntó al padre: “«¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?”. Contestó él: “Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua, para acabar con él. Si algo puedes, ten lástima de nosotros y ayúdanos”. Jesús replicó: “¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe”. Entonces el padre del muchacho gritó: “Tengo fe, pero dudo; ayúdame”. Jesús, al ver que acudía gente, increpó al espíritu inmundo, diciendo: “Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: Vete y no vuelvas a entrar en él”. Gritando y sacudiéndolo violentamente, salió. El niño se quedó como un cadáver, de modo que la multitud decía que estaba muerto. Pero Jesús lo levantó, cogiéndolo de la mano, y el niño se puso en pie. Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: “¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?”. Él les respondió: “Esta especie solo puede salir con oración”. (Mc 9,14-29)
Hoy retomamos el Tiempo Ordinario que habíamos interrumpido el Miércoles de Ceniza para celebrar los cuarenta días de la Cuaresma y la gloriosa Cincuentena Pascual. En este primer lunes después de Pentecostés la Liturgia de la Iglesia nos propone este evangelio en el que Jesús muestra su poder para expulsar demonios, por la fuerza del Espíritu Santo. En la Secuencia de Pentecostés de la Vigilia cantábamos, invocando al Espíritu: «… Sana lo que está enfermo, convierte al duro y al rígido».
El padre del muchacho que acude a Jesús para que lo cure, le dice que el espíritu inmundo se apodera de él y cuando lo invade lo deja tieso, rígido. Y que sus discípulos no han podido curarle. Y Jesús se sorprendió de su falta de fe. A pesar de ello, se apiadó y acudió a curarlo. Al verlo, increpó al demonio sordo y mudo y este, en medio de grandes convulsiones abandonó al muchacho.
Quizá lo más interesante de este fragmento del evangelio sea el final. Cuando los discípulos, aparte, en privado le preguntan a Jesús que por qué ellos no habían podido expulsar al demonio, Jesús les responde que por su falta de fe. En el paralelo de Mateo a este evangelio de Marcos, incluso añade Jesús que si tuvieran fe (tan pequeña) como un grano de mostaza, dirían a un monte que se desplazará y se desplazaría y que nada les sería imposible (cfr. Mt 17, 20). Y también hace una referencia importante a la oración: «esta clase de demonios solo puede ser arrojada con la oración» (Mc 9, 29).
La oración está intrínsecamente relacionada con la fe. La oración es consecuencia de la fe y también alimenta y hace crecer la fe. No hay fe sin oración, ni hay oración sin fe. Por tanto, es una invitación por parte de Jesús a la oración constante y continuada. Esta misma invitación hará Pablo a la iglesia de Tesalónica, en relación a no extinguir el Espíritu: «Estad siempre alegres. Orad constantemente, sin desfallecer» (1 Ts 16-17).
Hagamos buen uso de esta poderosísima arma que nos da el Señor, y la Iglesia, para combatir el buen combate de la fe, que es la oración. «Porque nuestra lucha no es contra la carne ni la sangre, sino contra los espíritus del mal que obran en el mundo tenebroso. Revistámonos con las armas de la luz para resistir las acechanzas del Diablo: ceñidos con la Verdad, revestidos de la Justicia como coraza, calzados los pies con el Celo por el anuncio del Evangelio. Y sobre todo, con el escudo de la Fe, para poder apagar con él los encendidos dardos del Maligno. Con el yelmo de la Salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios. Siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu». (Ef 6, 11-18). Ojalá, como aquel peregrino ruso, cada sístole y diástole de nuestro corazón, esté acompañada de la oración: «Señor Jesús, hijo de David, ten piedad de mí».
El final canónico del evangelio de Marcos nos muestra las señales que acompañarán a los que creen. «Estas son la señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes (signo de Satanás) en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien» (Mc 16, 17-18).
Ahora se entiende bien por qué los discípulos en un primer momento no pudieron expulsar el demonio de aquel muchacho. Por su falta de fe. Como también se entiende perfectamente por qué hoy en día muchos que nos llamamos o creemos ser discípulos de Cristo, no podemos expulsar tantos demonios de la gente. No podemos curar tantas enfermedades de los hombres de nuestro tiempo: soledad, aislamiento, individualismo, rencores, odios, envidias, avaricias, latrocinios, desesperanzas, angustias, miedos, insatisfacciones, egoísmos, arrogancias, soberbia, desprecios, prejuicios, explotaciones, injusticias, violencias, asesinatos, abusos de todo tipo y un larguísimo etcétera. Por nuestra falta de fe. Y por nuestra falta de oración.
Pidamos pues al Señor, aún con los ecos de Pentecostés, el don de su Espíritu Santo, que nos haga estar siempre unidos a Él, por medio de la oración, y nos de la fe en su fuerza y su poder, para poder hacer las mismas obras que Él hizo y sigue haciendo en su Iglesia, cada día para la salvación de los hombres.
Ángel Olías
1 comentario
Me ha gustado y me ha ayudado hoy en la meditación de la Palabra. muchas gracias