«En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”» (Mt 23,1-12)
¿Hay algo más revelador del fondo de una persona que su coherencia de vida? Hacer lo que digo y además procurar no decir lo que hago, es una buena forma de ir por la vida. Que los otros descubran que de verdad vivo lo que digo es la mejor propaganda de nosotros mismos. Sin embargo, cuando descubrimos que las personas a las que tenemos por brillantes en su discurso, no hacen nada de lo excelso que predican y a veces incluso lo contrario, nos llevamos la decepción más inevitable. No debe ser fácil vivir lo que decimos porque Jesús nos lo tiene que recordar en el Evangelio. Hacer es trasladar a la realidad lo que he dicho y por lo tanto hacerlo verdadero. Si digo y no hago, miento. Las palabras son fáciles de decir pero las obras suponen esfuerzo y compromiso, por eso son más difíciles de encontrar.
De forma sutil Jesús identifica a los hombres que no hacen lo que dicen, también con los mismos que lo que hacen es para que los vea la gente. Son dos versiones de la misma mentira en el modo de vivir.
¡Cuánto nos importa el reconocimiento de los demás, hacer cosas impactantes y de prestigio social, ser siempre vistos y oídos, brillar y ocupar lugares y puestos relevantes! No lo podemos evitar. Nos tenemos que hacer verdadera violencia para vivir calladitos, escuchar más que hablar de nosotros y no hacernos notar. Es como un prurito que acaba inevitablemente en rascado, un prurito de “yo”. ¡Cuánto nos queremos y cuánto queremos que nos quieran! Pero todo ello dentro de la más tontorrona superficialidad.
En una ocasión escuché a un profesional de mucho renombre contar la siguiente experiencia personal que me impactó mucho: “ Me compré por fin el coche de mis sueños, el último modelo deportivo de una conocida firma de coches. Cuando lo conducía a casa desde el concesionario, todo el mundo se lo quedaba mirando y luego a mí, con admiración y envidia. Yo iba lleno de orgullo por la brillante adquisición fruto de mi gran éxito profesional. Después del baño de miradas y chulerías, llegué a casa, dejé el coche en el garaje, paré el motor y de repente me llené de una profunda indiferencia y de un vacío inmenso que se tornó en un sentimiento casi de vergüenza, y a mis labios llegó una simple pregunta de forma reiterativa: ¿y qué? ¿Y qué…? ¿Y qué? A los veinte años de este suceso me vi en Lourdes ayudando a transportar enfermos en sus camillas, ya que por su deplorable estado no podían ni sentarse en una silla de ruedas. Mientras empujaba una camilla camino de la gruta, me acordé de aquel día que estrené mi flamante coche y entendí plenamente porqué llegó a mi corazón ese reproche en forma de simple pregunta ‘¿y qué?’ que aquel día martilleó mi entonces joven conciencia. Comprendí que la conducción de aquel espectacular vehículo impresionaba mucho al mundo y satisfacía mis deseos más materiales pero nada mas. Solo eso. Y eso era en el fondo, muy poco. La verdad es que no era nada porque no llegué a impresionar al Único al que merece la pena impresionar en esta vida y que habita en el corazón de cada hombre. Esa pregunta: ¿y qué..?, venía de lo más profundo del corazón, donde reside Dios en cada hombre. Era la pregunta que nos tendríamos que hacer cuando dejamos que se nos vaya el tiempo en las vanidades del mundo, la superficialidad de la vida, la obsesión por la apariencia, la necesidad enfermiza de reconocimiento ante los demás, la categoría social y profesional, el mundo y su glamour con sus seducciones de gloria. Y a Dios todo eso ¿qué le importa?
Conduciendo aquella camilla por las calles de Lourdes, camino de la gruta, creo que impresioné mucho más al que realmente merece la pena impresionar, a ese que todo en el silencio lo ve y que busca en el corazón de las personas y no en su brillo exterior. No recibí miradas humanas desde ninguna acera pues era uno mas entre los centenares de camilleros, y a nadie impresioné con mi extraño vehículo, nada original en aquel paraje. Solo una mirada no se apartó de mí durante el recorrido hasta la gruta, la de la enferma que llevaba en la camilla. En esa mirada descubrí que esos humildes paseos por la vida, los que hacemos en el silencio, sin las miradas del mundo y por sincero amor, son los verdaderamente admirables para Dios”
Jerónimo Barrio