«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón. Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. Pedro le preguntó: “Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?”. El Señor le respondió: “¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Pero si el empleado piensa: ‘Mi amo tarda en llegar’, y empieza a pegarles a los mozos y a las muchachas, a comer y beber y emborracharse, llegará el amo de ese criado el día y a la hora que menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no son fieles. El criado que sabe lo que su amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra recibirá muchos azotes; el que no lo sabe, pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos. Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá”». (Lc 12,32-48)
Este evangelio señala el camino del cristiano. Comienza con una afirmación verdaderamente esperanzadora: el Señor nos reserva el Reino, pues somos miembros de su “pequeño rebaño”. En la Iglesia primitiva los cristianos, los santos, constituían pequeñas comunidades, un pequeño rebaño que era signo de amor y unidad para quienes les contemplaban. Muchos se sorprendían al ver cómo se amaban, como se ayudaban, como compartían sus bienes… En nuestro tiempo, se ha incidido en la idea de que no se trata de que todas las personas pertenezcan a la Iglesia sino de que quienes vivimos en ella lo hagamos con gozo y seamos sal, luz y fermento para el mundo. La Iglesia es tabla de salvación para todas las generaciones, y ahí entra la presencia de los cristianos en el mundo y, siempre, la misericordia del Señor.
Pero ese pequeño rebaño se denomina así no solo por una cuestión de cantidad: también porque a él están llamados los pequeños, los sencillos, los que tienen puesto el corazón en el Señor. En la hoja de ruta del cristiano, en el camino de todos los cristianos, la clave está en tener un corazón conforme al Evangelio. Y para ello es necesario dejarse moldear por Dios, hacerse pequeño, caminar en obediencia, dejarse llevar por el Señor…Y en ese modo de caminar tan especial del cristianismo estorban las riquezas, sobran los bienes… Por eso Jesús es tajante: “Vended vuestros bienes y dad limosna…” Pero no porque el Señor nos quiera empobrecidos o miserables, sino porque sabe y nos dice que donde esté nuestro tesoro, allí estará también nuestro corazón. Y quiere que pongamos nuestro corazón en Él. Por esta razón prosigue: “…haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla.”
Los cristianos estamos de paso en esta vida y por ello debemos permanecer ligeros de equipaje. Nuestra vida, nuestra felicidad no depende de nuestros bienes, de nuestro dinero, de nuestro prestigio, de nuestras seguridades humanas… Nuestra única seguridad, nuestra fortaleza, nuestro bien es el Señor. Y solo podremos llevarnos de esta vida las buenas obras que, en el nombre de Dios, hayamos realizado. Nuestra vida terrena es un tránsito a la vida eterna, y por lo tanto hemos de vivirla en clave de eternidad. Pero como el mundo tiene otros criterios de vida, el Señor nos invita de forma reiterada a estar vigilantes. La vigilancia es una virtud evangélica y Cristo, en este evangelio, nos presenta tres escenas, tres parábolas que nos recuerdan la necesidad de vivir siempre en clave de espera y, por lo tanto, sin dejarnos seducir por la fascinación del mundo ni por las tentaciones del Maligno, que nos invita a poner nuestra vida y nuestro corazón en todo aquello que el Señor nos ha enseñado que conduce a la muerte y al pecado.
Vender nuestros bienes y dar limosna significa no solo no poner nuestro corazón en la riqueza sino vivir en clave de caridad, de generosidad hacia el prójimo, de compartir, de mostrar realmente que los bienes, que nuestro trabajo, son un regalo del Señor y que no nos pertenecen. Por lo tanto si deseamos hacernos un tesoro en el cielo debemos poner nuestro corazón en las cosas del cielo y no en las terrenales. Pero esto requiere una verdadera disciplina, estar atentos a las tentaciones del mundo y vivir conforme al Evangelio. Y en esta disciplina resulta imprescindible el estar vigilantes, siempre preparados, en gracia, mirando al Padre y a los hermanos.
En nuestro caminar, en nuestro viaje en la tierra, hemos de tener siempre en cuenta que no estamos solos. Vamos en una caravana, como miembros de ese pequeño rebaño, y el Señor, que es nuestro pastor no solo nos guía sino que, además, nos acompaña: “El Señor es mi pastor, nada me falta… aunque pase por valle tenebroso, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 23,1.4).
Tras las parábolas que nos recuerdan la necesidad de estar vigilantes, de esperar la venida del Señor, una última sentencia en este evangelio que hemos de tomar en clave de confianza y esperanza: “Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá.” A quienes caminamos en la Iglesia, a quienes el Señor ha elegido para colaborar en la gran misión de hacer presente al mundo el amor de Dios, nos está dando mucho pero también nos pedirá cuentas conforme a los talentos y a los bienes que nos ha regalado. No es para caminar en el temor ni en el miedo: Cristo viaja también a nuestro lado y nos ofrece siempre su mirada misericordiosa. Solo desea que nos abandonemos en sus brazos. Pero tenemos una promesa: el Reino de Dios.
Juan Sánchez Sánchez
1 comentario
Me gusta que haga hincapié en la vigilancia como un consejo que Jesús nos da repetidamenete; y diga que es una virtud evangélica. Vigilando el camino y nuestro propio contenido interior como seguidores de Cristo.