En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»
Respondió Jesús: «El primero es: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.» El segundo es éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» No hay mandamiento mayor que éstos.»
El escriba replicó: «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.»
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios.» Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas (San Marcos 12, 28b-34).
COMENTARIO
Un letrado, movido por el asombro ante la anterior respuesta de Jesús, en los que los saduceos le tientan para cuestionar la resurrección (Mc 12 24-27), le pregunta sin maldad, quiere saber cuál es el más importante entre los 613 preceptos que ellos enseñaban. ¿Se olvida que esto está ya escrito? Para responder, Jesús va a las escrituras y responde: “el primero es escucha Israel…” (Dt 6,4)
Lo primero de todo es escuchar al otro, porque si sólo hablas tú o te distraes frente al otro, no podrás comunicarte.
La palabra “escucha” da nombre a la célebre oración de los israelitas: shemá. También en la Iglesia católica se reza semanalmente en el Oficio divino: ¡Shemá, escucha!
A continuación viene el mandamiento concreto: “Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas tus fuerzas” (DT 6, 5), es decir, con todo tu ser: Tus pensamientos, tus sentimientos, tus actitudes, tus deseos, incluso con tu capacidad física…
¿Alguna vez has sentido que amabas así?
Un enamorado no necesita que le presenten unas reglas ni mandamientos para dirigirse a su pareja: le sonreirás, llamarás por teléfono, expresarás tus sentimientos… nada hace falta, porque le sale de dentro. Por eso, primero escucha y ¿qué tienes que escuchar? Que te quiere y que tú le quieres y que es tu único/a.
Y añade otro segundo mandamiento tomado de otro capítulo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18), unificándolo con el anterior, como consecuencia práctica de ese amor a Dios.
Ahora bien, para nosotros el término « amor » se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y de las que más se abusa, y la damos acepciones muy diferentes. Se habla de amor a la patria, a la profesión o al trabajo, de amor entre amigos, padres e hijos, entre hermanos y familiares, del amor al prójimo y del amor a Dios. El arquetipo por excelencia sería el amor de pareja, en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, haciendo palidecer, a primera vista, los demás tipos de amor. Se plantea, entonces, la pregunta: todas estas formas de amor ¿se unifican al final, de algún modo, a pesar de la diversidad de sus manifestaciones, siendo en último término uno solo, o se trata más bien de una misma palabra que utilizamos para indicar realidades totalmente diferentes?
La esencia divina es por sí misma caridad (amor), sabiduría y bondad. Y puede decirse que somos buenos, sabios y amamos al prójimo por participación de la caridad divina. Y esa participación se realiza por obra del Espíritu Santo, que así nos hace capaces de amar no sólo a Dios, sino también al prójimo, como Jesucristo lo amó e incluso, de algún modo, a las mismas criaturas irracionales (cf. Santo Tomás, II-II, q. 25, a. 3) como las ama Dios.
San Juan lo expresará con palabras explícitas: “Nosotros amamos, porque Él nos amó primero” (1 Jn 4, 19). ¿Y cómo nos amó?: entregándonos su vida.
La experiencia histórica nos enseña cuán imposible es para nosotros la realización concreta de este precepto. Y, sin embargo, es el centro de la ética cristiana, como un don que viene del Espíritu y que es necesario pedir. Pero no se pide el Espíritu como quien va a comprar algo y pide una cosa concreta, ni se desea el Espíritu como el que desea un coche, un novio o que le toque la lotería; es un deseo, una necesidad tan inmediata como el aire para respirar y vivir, tan profunda, tan de vida o muerte, que si no la sientes así, tarda en llegar; el Señor quiere darnos su Espíritu que nos permita amar a Dios, pero es preciso que se lo pidas con la misma necesidad que el aire o el agua; es su mayor tesoro que da a todo el que se lo pide con todo su corazón con toda su alma y todas sus fuerzas (Mt 21, 22). Un deseo tan profundo implica una elección, de entre todas las posibles cosas que puedes desear solo puedes concentrar toda tu energía, todo tu ser en una sola. Por eso, si llegas en tu deseo a semejante hondura, como el escriba, estás, como le dice Jesús, muy cerca del reino de Dios.
¿Alguna vez sientes un deseo de amar así?