«En aquel tiempo, Jesús, llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia. Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo, el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el Celote, y Judas Iscariote, el que lo entregó. A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: “No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”». (Mt 10,1-7)
Llamó a los que Él quiso y los doctoró en la medicina del Reino. Ya eran discípulos, pero a los Doce les dio facultad, poder y legitimación como carisma eterno de la Iglesia, al servicio del Evangelio en la gente.
¡Qué bien medía Jesús los tiempos del desarrollo de la humanidad, desde el proyecto inicial del Israel de siempre, hasta el Pueblo de Dios, en el que todo confluye!
Lo que dio a los discípulos no fue autoridad dominante. El griego dice exousían. Los «emporedó», como quieren hoy, pero con el poder-obligación de proclamar Evangelio, de curar enfermedades, de perdonar pecados y resucitar muertos, que es lo mismo, algo más que simple «autoridad», con vara de mando, báculo o mitra.
La Exousía es un tecnicismo teológico, identitario cristiano, auténtico, que está en la génesis de nuestra filiación divina. Lo dice Juan en su prólogo fundamental: «A los que le reciben y creen en su nombre les da «poder» (Exousían’), para llegar a ser hijos de Dios..» (Jn 1,12-13) No viene de la carne o de la sangre, o de la voluntad de varón, ni siquiera de unas elecciones. Es un regalo ontológico: «porque han nacido de Dios».
El texto de Mateo que se proclama hoy, subraya la «autoridad» que se les dio a los Doce, pero a continuación —lo leeremos mañana y pasado— se darán algunas de las instrucciones de uso que estableció el que tenía en sus manos la fuente del «poder —exousia— sobre toda carne» (Jn 17), regalado a los suyos para glorificar a Dios. El mandato de ir y «proclamar la cercanía del Reino de los cielos», le da el sentido a las reglas para el ejercicio de toda autoridad o poder: «Gratis habéis recibido, dadlo gratis. No os preocupéis en la faja oro, plata o cobre, ni tampoco alforjas para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón… bien merece el obrero su sustento..». Así es como podemos y debemos ser Iglesia. Nadie en la vida civil, política o económica de nuestra sociedad, en cualquier tiempo, o con excusa de cualquier progresía, nos va a dar lecciones en transparencia y ayuda a los pobres, en sacrificio y esfuerzo personal hacia el conocimiento de la Verdad. Por más que otros se autoinvistan de esa potestad, y en cuanto les rasquen su personal bolsillo, terminarán abandonando.
Manuel Requena