“Mientras Jesús hablaba, se acercó un jefe de los judíos que se arrodilló ante él y le dijo: “MI hija acaba de morir. Pero ven tú, impón tu mano sobre ella y vivirá”. Jesús se levantó y lo siguió con sus discípulos. Entre tanto, una mujer que sufría flujos de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y le tocó el borde del manto, pensando que con solo tocarle el manto se curaría. Jesús se volvió, y al verla, le dijo: “¡Animo hija! Tu fe te ha salvado”. Y en aquel momento quedó curada la mujer. Jesús llegó a casa de aquel jefe y, al ver a los flautistas y el alboroto de la gente, dijo: “¡Retiraos! La niña no está muerta está dormida”. Se reían de Él. Cuando echaron a la gente, entró él, cogió a la niña de la mano, y ella se levantó. La noticia se divulgó por toda la comarca” (San Mateo 9, 18-26).
COMENTARIO
El poder de Jesús, Hijo de Dios, y Segunda Persona de la Santísima Trinidad, tal como se relata en los Santos Evangelios, pone a prueba nuestra fe de cristianos de un modo radical y absoluto, sobre todo ante escenas como esta, así, la de la milagrosa resurrección de la niña muerta en Cafarnaúm, que corre pareja con las otras dos, la del hijo de la viuda de Naín, al que llevaban a enterrar, y aún más si cabe, con la tercera y más portentosa, la de su amigo Lázaro, que llevaba sepultado varios días cuando Él acudió a Betania para sacarlo del sepulcro de piedra donde lo habían sepultado, con aquel grito inapelable y salvífico que dirigió a su cadáver, que ya estaba en descomposición: “Lázaro, sal fuera”. “Y el muerto salió, los pies y las manos atados con vendas y la cara envuelta en un sudario” (Juan 11, 43-44).
También se puede no creer, pues la fe es un don gratuito, un regalo de Dios que a no todos alcanza, pero que a todos puede llegar por méritos propios, o por el santo influjo de la predicación que convierte los corazones, o quizá por el efecto salvífico de la cadena amorosa, misteriosa, y sublime de la Comunión de los Santos, cuando unos creyentes, pocos o muchos, rezan por los otros, los que dudan o no creen, y Dios escucha esas fervientes oraciones.
Y es que el Señor, siempre acude, y en este Evangelio, como de pasada, o quizá como sencillo preludio de lo que había de venir, de aquel “Talitha qumi” (Marcos 5,41) que despertó a la niña que acababa de morir, pero que, en palabras de Jesús, solo estaba dormida, Jesús, en medio de aquella multitud que lo rodeaba y apenas lo dejaba caminar, sintió que alguien “lo había tocado” y que una gracia había salido de Él. Y desde abajo, desde el polvo del camino, a sus pies, cubierta por la vergüenza de su atrevimiento, emergió aquella mujer que sufría incontenibles flujos de sangre y que, para ser curada, “quiso tocar solo el borde de su manto”, y al instante, quedó limpia de su enfermedad.
Y es que, en definitiva, es la fe en el amor la que salva.