El perdón
por Jesús Esteban Barranco
QUE LEVANTE LA MANO
QUIEN MÁS DE UNA VEZ
NO HAYA DICHO:
“HACE TANTO
TIEMPO QUE LE ESTOY
PIDIENDO TAL GRACIA AL
SEÑOR, Y… ¡NADA! NO
ME ESCUCHA, NO ME
HACE CASO”
Pido mucho y el Señor no me hace caso
Pues lo cierto es que sí nos hace caso, porque casi siempre el Señor está
cumpliendo al pie de la letra lo que le pedimos en toda esa retahíla de
padrenuestros que rezamos: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos
a los que nos ofenden”. De la misma manera que no perdonamos
al otro, estamos pidiendo que Él se comporte con nosotros como nosotros
lo hacemos con los demás. Por lo menos nos está dando la posibilidad de
reflexionar y preguntarnos por qué no obtenemos aquellas gracias o favores
que pedimos, de entender aquello de que “pedís y no recibís porque
pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestros deseos de placeres”
(St 4,3). No se trata de limpiar la copa por fuera, dejándola brillante como los
chorros del oro, sino de pulirla y bruñirla por dentro (cfr. Mt 23,25-26), pues
es en el interior del hombre donde anida la maldad y el pecado (cfr. Mt
15,10-20). Por eso es al corazón del hombre donde se dirigen todas las llamadas
divinas a su conversión, sabiendo que es Él quien cambia los corazones
y se enternece ante un corazón afligido, humillado y contrito.
Cierto que hay ocasiones en que el justo pide algo al Señor y no se lo concede
o no lo obtiene cuando él quiere. Pero precisamente esta clase de
hombre no reprocha nada al Señor, sino que acepta de muy buen grado la
situación porque sabe que su Padre del cielo conoce mejor lo que es
bueno para él.
Y ahora que levante la otra mano quien no haya dicho u oído decir “Yo perdono,
pero no olvido”. ¡Qué gran engaño hay encerrado ahí! Nos creemos
buenos porque proclamamos abiertamente que perdonamos, al tiempo
que ratificamos concienzudamente el rencor y el odio no olvidado que
nos vincula ferozmente con el maligno en la misma medida en que nos
separa de Dios.
Es verdad que la Escritura dice “Tengo siempre presente mi pecado” (Sal
50,5); pero se trata de mí, de mi pecado, no de los del prójimo, porque si
éstos los traigo a la memoria y no los olvido, no hago más que propiciar mi
desamor para seguir nutriendo el rencor y el odio cordial al prójimo, por
mucho que cacaree “Yo perdono”, añadiendo por lo bajini “pero no olvido”,
incluso chillándolo a los cuatro vientos para que todo el mundo se entere
de que me han hecho una injusticia y que clamo justicia contra el culpable,
olvidándome de que seguramente muchas veces yo he sido más injusto
con el Señor y Él no me ha catapultado en seguida y de cabeza al infierno.
“SED MÁS BIEN BUENOS
ENTRE VOSOTROS,
ENTRAÑABLES,
PERDONÁNDOOS
MUTUAMENTE COMO
OS PERDONÓ DIOS
EN CRISTO” (EF 4,32).
¿qué es el perdón?
La palabra perdón está formada por la partícula
“per” —que denota intensidad o totalidad— y el
sustantivo “don”, lo que en seguida nos lleva a
concebirlo como un don, un regalo. Por lo tanto,
ni se compra ni se consigue con el propio esfuerzo.
Al hijo pródigo el Espíritu Santo se lo regala y
el pobre muchacho —ya más pobre que muchacho
y pobre en todos los sentidos, pues de todo
carece— acepta libremente: “Me levantaré y volveré
a la casa de mi padre” (Lc 15,18). El perdón
no se limita a reparar el corazón pecador, sino
que lo crea de nuevo: “Crea en mí un corazón
puro y renuévame por dentro con espíritu firme”
(Sal 50,12).
Cuando Dios perdona, ¿cómo perdona?: “Así
fueran vuestros pecados
como la grana, cual la
nieve blanquearán”
(Is 1,18),
es decir, ya no hay mancha alguna, todo es blanco
otra vez. Cuando decimos “Yo perdono, pero
no olvido”, nos empeñamos en ver tonos rojizos
en el alma del otro; incluso más que esos tonos,
nos obstinamos en resaltar aquel inolvidable
tono inicial de color grana. Cuando Dios perdona,
nos hace nuevos.
¿quién debe pedir perdón?
Creo que ya no tenemos más manos para levantarlas
respondiendo todos a coro: “El otro”. Porque
siempre es el otro el que me ha ofendido, él es el
culpable de esta situación tan tensa y tan nefasta
que sufro y que yo no me he buscado, él o ella
es quien ha metido la pata y tiene que dar el primer
paso, a mí no me toca mover ficha…
Jesucristo, que no tuvo el mínimo
remilgo en mostrarse magnánimo
y misericordioso con la mujer pecadora,
Cuando Dios dio los diez mandamientos en el Monte Sinaí, los Israelitas escucharon el sonido del Shofar.
El Shofar es una llamada a la redención. El Shofar nos recuerda que Dios redimió al pueblo judío.
Con el publicano, con Zaqueo, con el hijo pródigo, con su compañero de
cadalso en la cruz -¡el primer santo canonizado en vida!-, no tuvo el
menor miramiento en enseñarnos sin componendas de ninguna clase:
“Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que
un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí,
delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego
vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24). Pues eso: ¿quién debe
pedir perdón? Evidentemente primero yo, luego yo y, en tercer lugar,
yo, a no ser que hipócritamente siga pretendiendo presentar inútilmente
mis ofrendas… Más aún, fijémonos que no se nos dice si tú
has ofendido a alguien, pídele perdón, porque eso se da por descontado;
sino que va más allá: si sabes que alguien tiene algo
contra ti, ya sabes también lo que tienes que hacer.
¿Seremos todavía tan duros de mollera y corazón esclerótico
que pretendamos participar alegremente en la Eucaristía
semanal habiendo discutido con tantas
personas a las que hemos puesto verde, a las
que hemos criticado, juzgado e incluso condenado
en nuestro corazón, sin reconciliarnos con ellas,
pidiéndoles perdón, esta clase de perdón? Porque qué
terrible sería tener que constatar en propia carne que “tendrá
un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia” (St 2,13); esto es, comprobaríamos
en nuestra propia vida que el Señor ha escuchado nuestra oración: no nos
ha concedido misericordia tal como se lo pedíamos, porque nosotros no la hemos
tenido con el otro.
Esto no es un camino de perfección para los curas y las monjas: es para todo cristiano de a
pie, para aquel que, tratando de seguir a Jesús, sabe que el “justo cae siete veces y otras siete se
levanta” (Pr 24,16), por lo que la primera cosa que hace es acusarse a sí mismo y, por eso, “escucha
su oración” (Pr 15,29).
Y ahora que todos nos hemos quedado con las dos manos levantadas, una por nuestras quejas de que
Dios no escucha nuestras oraciones—que sí las escucha— y la otra porque nuestra memoria nos traiciona
miserablemente y nos hace presente el no amor al prójimo y, en consecuencia, a Dios mismo,
volvamos nuestras palmas al cielo y empecemos el Padrenuestro: “Abbá, Padre… Perdona nuestras
ofensas como nosotros —de verdad— perdonamos a los que nos ofenden.”