“Dijo Jesús: “¡Ay de ti, Corazín; ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidos de sayal y sentados en la ceniza. Por eso el Juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al abismo. Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado”. Lucas 10 13-16
¿Cuántas veces predicó Jesús en Corozaín, en Betsaida, o en Cafarnaún? ¿Cuántas veces proclamó Jesús su Palabra en medio de sus calles y sus plazas? ¿Cómo es posible que teniendo en medio de sus gentes, delante de ellos al mismo Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, no aceptaron su palabra? ¿Cómo no se convirtieron? Gran misterio es este. El misterio de la libertad del hombre, el misterio del corazón del hombre que no acoge la Palabra. Por eso advierte Jesús que “el Juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras”. Por eso profetiza: “Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al abismo”. Y así se ha cumplido su Palabra. Todo viajero de Tierra Santa puede contemplar a Cafarnaún debajo de las aguas del lago Tiberiades.
Sus habitantes no eran peores que nosotros, ni estaban más sordos que tú y que yo. Por eso hemos de pedir al Señor cada día que nos conceda el discernimiento para distinguir su Palabra de la palabra del mundo y del maligno. Por eso hemos de pedir al Señor cada día que nos haga pequeños, uno de esos pequeños a los que profetizó: “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado”.
Por eso el mismo Jesucristo en otro pasaje del Evangelio salta de gozo y alegría al contemplar como el Padre ha querido revelar su Palabra a los pequeños, y no a los grandes y poderosos de este mundo. Roguemos al Señor que nos haga pequeños, más pequeños todavía. Que nos abra los oídos para escuchar y obedecer a su Palabra. Porque sólo escuchan los pequeños y los humildes, nunca los orgullosos y los soberbios. Y, como dice el Papa Francisco, para ser humilde hay que ser humillado.