En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios, pero si uno me niega ante los hombres, será negado ante los ángeles de Dios. Todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre podrá ser perdonado, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará.
Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir» (San Lucas 12,8-12).
COMENTARIO
La Escritura es mucho más que una palabra. La escritura contiene un sentido espiritual: es el sentido teológico que ella contiene latente en la letra. De tal forma que nos encontramos con un primer significado histórico, que nos sitúa en un momento concreto, en una realidad concreta; pero en la letra, en la historia, se puede descubrir un sentido espiritual: la palabra de Cristo dirigida a la persona, como presencia salvífica de Dios, como alimento de la vida espiritual. Por lo tanto, acerquémonos con sosiego a esta palabra para «alimentar» esa vida interior que ilumina nuestra historia y que nos une a Aquel de quien procedemos.
Seguimos con san Lucas, dentro de esta parte de su evangelio que narra «el viaje de Jesús a Jerusalén» y que constituye la parte más original del evangelio lucano. Mientras que Marcos no dedica a este viaje más que un capítulo y Mateo dos, Lucas le dedica diez (9, 51-19, 28), de los cuales sólo el penúltimo tiene relación con los otros dos sinópticos. Lucas quiere preparar, según su mentalidad y experiencia —historiador y teólogo— la llegada a Jerusalén donde tendrá lugar la muerte y la gloria de Jesús. Las enseñanzas que da a sus discípulos en esta parte del evangelio adquieren de esta forma un nuevo sentido; preparan el tiempo de la Iglesia, trascendiendo el misterio de pascua. Es en este contexto de «enseñanza» en el que se nos propone esta palabra que nos interpela y, hasta me atrevería decir, nos «incomoda» porque alguno puede llegar a pensar que la misericordia de Dios tiene un límite, como pretendía poner Pedro con el «hasta siete veces». En primer lugar, el Señor nos recuerda que el único temor que proviene del Espíritu Santo, es el temor a perder la gracia, la unión con Dios; esto solo se pierde con el pecado. Pero no vamos a entrar en explicaciones «abstractas» o personalistas; vamos a acudir directamente a la Iglesia, que es la que tiene toda respuesta a cualquier duda que nos surja. Dice el catecismo en su número 1864 referente a este pecado contra el Espíritu Santo: « No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo (cf DeV 46). Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna».
El Papa san Juan Pablo II, en su Carta Encíclica Dominum et Vivificantem, califica a este texto de Lucas (y a los paralelos) sobre esta blasfemia contra el Espíritu santo como las palabras del «no-perdón»; en ella dedica el punto n. 6 —el pecado contra el Espíritu Santo— donde se pregunta y, al mismo tiempo responde: «¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable? ¿Cómo se entiende esta blasfemia? Responde Santo Tomás de Aquino que se trata de un pecado “irremisible según su naturaleza, en cuanto excluye aquellos elementos, gracias a los cuales se da la remisión de los pecados”. Según esta exégesis la “blasfemia” no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz. Si el hombre rechaza aquel “convencer sobre el pecado”, que proviene del Espíritu Santo y tiene un carácter salvífico, rechaza a la vez la “venida” del Paráclito aquella “venida” que se ha realizado en el misterio pascual, en la unidad mediante la fuerza redentora de la Sangre de Cristo. La Sangre que “purifica de las obras muertas nuestra conciencia”».
En definitiva, la condenación es posible, pero no por falta de misericordia de Dios, sino, porque la libertad —don precioso del hombre— puede ser erróneamente interpretada —como ocurrió con Adán y Eva— hasta rechazar la misericordia de Dios. El catecismo de la Iglesia Católica define la condenación eterna como la «autoexclusión» del hombre de la misericordia de Dios. San Agustín dice: «El que te creo sin ti, no te salvara sin ti». La historia de la Salvación diseñada por Dios es así de sencilla: la propuesta de Dios siempre espera la respuesta del hombre. Por eso, a mí esta palabra me invita a cuidar mi conciencia, a «trabajar» mi vida interior que es el lugar que Dios ha reservado para depositar la verdad que es la expresión de su voluntad y que nos ha sido transmitida por Cristo. El Señor, como a nosotros, durante ese viaje a Jerusalén donde se va a hacer visible la plenitud de la obra creadora de Dios en Cristo, está preparando a sus discípulos a ser su verdadera Iglesia: sacramento salvífico. Si en nosotros existe una vida espiritual —que construya la Iglesia de Cristo— se dará el «discernimiento» que nos iluminará siempre la verdad que nos conducirá a la auténtica libertad; esta nunca rechazará la propuesta salvífica del Espíritu Santo, ni temerá interrogatorio alguno.
3 comentarios
Dejarlo todo y seguirle esa es la cuestiones
Profundo razonamiento del poder tan grande del Espíritu Santo. Muy bien argumentado.
Que el Señor nos conceda la gracia de que, el Espíritu Santo, habite siempre en nosotros, hasta el final del camino terrenal; para encontrarnos en la vida eterna en los brazos de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Es maravilloso saber que el espíritu de Dios habita en nosotros y es nuestro trabajo mantenerlo