En aquel tiempo, Jesús salió de nuevo a la orilla del lago; la gente acudía a él, y les enseñaba.
Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme.»
Se levantó y lo siguió. Estando Jesús a la mesa en su casa, de entre los muchos que lo seguían un grupo de publicanos y pecadores se sentaron con Jesús y sus discípulos.
Algunos escribas fariseos, al ver que comía con publicanos y pecadores, les dijeron a los discípulos: «¡De modo que come con publicanos y pecadores!»
Jesús lo oyó y les dijo: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.» (Mc 2,13-17)
A Mateo no le van mal las cosas. Tiene una buena posición socioeconómica, que es algo con lo que soñamos todos al iniciar los primeros compases de la juventud. Tiene todo menos una cosa: no es dueño de sí mismo. Aquello con lo que soñaba y que se ha cumplido le tiene atado, y así es como lo encuentra Jesús al pasar a su lado: sentado a la mesa de impuestos con cuentas y balances que se amontonan, y al mismo tiempo calculando en cada factura el beneficio que le corresponde. Digamos que más que sentarse a la mesa cada día para iniciar su trabajo de publicano es la mesa la que le sienta y amarra a él. De pronto la Voz liberadora de Jesús: ¡Sígueme! Hasta el mismo Mateo se sorprendió de su prontitud por dejar atrás sus ataduras. Tanto se sorprendió que hasta celebró una fiesta.