«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos”». (Mt 5, 17-19)
Tu Ley, Señor, no estaba llamada a desaparecer sino a ser cumplida: “No he venido a abolir la ley sino a dar plenitud”. No podíamos cumplirla porque la rechazamos, la arrojamos del corazón cuando maliciosamente extendimos la mano hacia el árbol prohibido. Cuando la expulsamos de nosotros quedando desnudos, aislados, fuera del Paraíso. Hoy sé Señor que el Paraíso no es un lugar físico, sino una forma de habitar sobre la Tierra que hemos perdido; es sencillamente vivir en tu presencia, Dios mío.
Fuera de Ti Señor ¿qué nos queda? Esta Ley que nos sigue marcando el camino por muy alejados que nos encontremos de Ti, esta Ley que no podemos cumplir en su hondura pero que para nuestra tranquilidad sabemos que existe, que está ahí, que Alguien está al otro lado de la mano que nos tiende.
Esta Ley estuvo guardada en el más santo de los lugares, en el corazón del Templo, esperando el momento oportuno para expresarse por sí misma. Estaba en boca de todos pero no ocupaba su corazón. Mas llegada la plenitud de los tiempos, la Ley pasó de habitar en el lugar puro por excelencia (el Templo), al más impuro (el corazón del hombre) que Cristo asumió: “He aquí que días vienen en que pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré” (Jr 31,31). Y la Palabra se encarnó, permitiéndonos en Cristo recobrar la imagen perdida de nuestro auténtico ser. ¿Quién iba a decirnos que todo iba a quedar encerrado en algo tan sencillo como un “sí”, como un “hágase en mí según tu palabra”(Lc 1,38)?
No Señor, la Ley no estaba llamada a desaparecer sino a ser reconocida, amada y custodiada en el corazón. Basta un sí: “El que me ama guardará mi Palabra, mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23). Con ese sí todos los días la Ley deja de ser mera norma escrita que reclama ser cumplida, para pasar a a ser Alguien viviendo en mí que palpita de vida. Con ese sí todos los días puedo repetir con el salmista: “Cuánto amo tu Ley, todo el día la medito y me hace más sabio que mis enemigos y más sagaz que mis maestros, gano en cordura a los ancianos porque guardo tus ordenanzas… Qué dulce me sabe, más que la miel en mi boca. Con tus leyes cobro inteligencia, lámpara es para mis pasos, luz en mi sendero” (Sal 118, 97 ss).
Enrique Solana