Hemos cambiado el triunfo de la razón por la gloria del lagrimón. La lógica de la reflexión ya no convence a nadie. Ahora lo que priva es la secreción del humor acuoso; lo que verdaderamente convence es un lamento entrecortado, sin palabras —ya no son necesarias— y unas cuantas lagrimitas con un ademán compungido, para así demostrar que no se es capaz de expresar ningún vocablo inteligible.
El lamento plañidero, por sí solo, frecuentemente tiene la capacidad de paliar la ausencia de raciocinio y discernimiento. Cuando sale en los medios un director, un deportista, un político incluso, -ya no hablemos del populoso mediático-, y deja escapar tres o cuatro lágrimas, frotándose los ojos, nos está insinuando que esta es su única, auténtica y genuina racionalidad. Y los espectadores confirman que es verdad; esa actitud lacrimógena corrobora que está en posesión de la verdad, al menos de su verdad; y como la verdad ya no es patrimonio de nadie y la ley natural no se sabe bien lo que es, pues el que llora atesora y el que no llora no mama.
Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Por qué en esta generación no se dan razones de peso, no hay debate, no cuenta la filosofía, no se profundiza; dónde se esconde el sentido común, el juicio, el fundamento, el raciocinio, la sabiduría…?
“Escucha, Israel, mandatos de vida; presta oído para aprender prudencia. ¿A qué se debe, Israel, que estés aún en país enemigo (…) y te cuenten con los habitantes del abismo? Es que abandonaste la fuente de la sabiduría. Si hubieras seguido el camino de Dios, habitarías en paz para siempre. Aprende dónde se encuentra la prudencia, el valor y la inteligencia; así aprenderás dónde se encuentra la vida larga, la luz de los ojos y la paz” (Ba 3,9-14). Las acciones del hombre vienen producidas por distintos motivos, tanto individualmente como en el ámbito generacional. El proceder más prístino y propio de todos los animales es el instinto. El hombre lo posee y, en muchas ocasiones, se guía por él: instinto de conservación, de procreación, etc. En un emplazamiento más elevado, está el espacio de los sentidos. A menudo procedemos por la senda sentimental y cuántas veces nos dejamos llevar por los sentidos…; a pesar de ello, es un estadio que se encuentra en un escalón superior y prevalece sobre el instinto. Por encima, se instala el entorno de la racionalidad; y, de igual manera que los anteriores, es un estado preponderante sobre el anterior, o sea, sobre los sentidos. La razón debe dominar los sentimientos, sobre la envidia, el odio, el rencor, etc. No dejarse llevar por las emociones es un filtro que controla nuestro sentido común, jucio o racionalidad. Luego —aunque en otro plano— está el arte, expresión de una belleza que puede dominar la razón, pues la verdadera belleza es manifestación de Dios y, por tanto, una dimensión superior a la racionalidad. Y, por último, está el plano de la fe. La fe es un don, como lo son el instinto, los sentidos, la razón y el arte. Estos dones, como los talentos, se nos conceden para administrarlos y multiplicarlos. Por la inherente ley natural, que antropológicamente poseemos, aspiramos a los carismas superiores, como la fe. Ella es la única que tiene repuesta a muchos acontecimientos incomprensibles, que ni el instinto, ni los sentidos, ni el arte, ni la razón pueden interpretar.
Si nuestro hijo está en peligro, aparece nuestro instinto de conservación para salvarlo. Si nuestro hijo sufre por una enfermedad, nuestros sentidos nos permiten sufrir con él. Si nuestro hijo va mal en los estudios, nuestra razón nos impulsa a comprender el porqué y ayudarlo. Pero si a nuestro hijo de ocho años le atropella un coche al saltarse un semáforo, conducido por un drogadicto que iba totalmente ebrio…, ¿con qué dimensión se responde y nos enfrentamos a ello? ¿Sirve el instinto, si no es para vengarnos? ¿Los sentidos nos hacen aceptar, asumir o comprender lo que ha pasado? ¿Y la razón? ¿Podría el razonamiento lógico llevarnos a la interpretación del hecho y como consecuencia al consuelo? O todavía más: ¿existe alguna razón, sentido común o método que pudiera explicarnos el porqué del desgraciado accidente? Y sin embargo, nuestro hijo ya no está… ¿Cómo se concibe esto? La respuesta se halla en el peldaño superior: la fe. Sólo la fe tiene la interpretación del absurdo, remedio del sufrimiento y reparación del perjuicio. Parece a primera vista que el ejemplo es extremo, pero esto se puede aplicar a cientos de acontecimientos que no podemos desentrañar y que ocurren asiduamente: un cáncer, la pérdida del trabajo, la muerte del cónyuge, un accidente de tráfico, un hijo drogadicto, el suicidio de un familiar, un fracaso empresarial o laboral, la incomprensión de la vida, etc. ¿Cómo discernir estos hechos? El hombre, cuando no tiene respuesta, lo aplica al espacio del azar. Y este es el manto donde halla un ápice de consuelo o de resignación: “¡Qué mala suerte he tenido!” En los últimos tiempos parece que hemos descendido al paraíso de los sentidos. El triunfo de la razón, sendero y estandarte de la ilustración, no ha resultado la panacea como se esperaba. El racionalismo no ha encaminado al hombre hacia la felicidad y estas generaciones están cayendo un peldaño hacia el ámbito de las emociones. Ya no se escucha, ahora se mira; ya no se piensa, ahora se siente; ya no se razona, ahora se lagrimea; ya no se debate, ahora se chismorrea; ya no se busca la verdad, porque nos aseguran que no existe; ya no se sufre, pues sin la fe no es posible. Europa ha renegado de la fuente de la sabiduría que es Dios, y, apostatando de sus propias raíces, de su identidad cristiana, ha entrado en la mediocridad, en el universo de la imagen, de las formas, del presagio y la adivinación, de las sensaciones y la sospecha, del deleite y la sensualidad, de la licencia, la extravagancia y la extenuación, del consentimiento y la lágrima, de la decadencia y la necedad, de la máscara y la falacia… La razón es la antesala de la verdad y un peldaño hacia arriba nos acerca a Dios, fuente de toda sabiduría, y descanso y paz del corazón. Que aparezca el profeta Baruc en Estrasburgo y en Bruselas y que resuene su voz: “¡Europa! Abandonaste la fuente de la sabiduría. Si hubieras seguido el camino de Dios, habitarías en paz para siempre…”