Justo cuando el Papa iniciaba la primera reunión a puerta cerrada con su nuevo Consejo de Cardenales, la Curia vaticana descubría en las páginas del diario romano «La Repubblica» el proyecto de reforma que Francisco tiene en mente. Junto con la rueda de prensa en el avión al regreso de Rio de Janeiro y la entrevista a las 16 revistas jesuitas, la nueva entrevista al fundador del diario, Eugenio Scalfari, destacado no creyente, revela las líneas clave de este pontificado.
En un tono coloquial y distendido, el Papa reconoce que «los jefes de la Iglesia han sido con frecuencia narcisistas, adulados por sus cortesanos. La corte es la lepra del papado».
Francisco no se refiere a los jefes de departamentos pues «en la Curia hay a veces cortesanos, pero la Curia en su conjunto es otra cosa». La «lepra» a que se refiere está «en lo que en los ejércitos se llama la intendencia que gestiona los servicios necesarios a la Santa Sede».
El problema con la «corte» de servicios auxiliares «es que es Vaticanocéntrica. Ve y cuida los intereses del Vaticano, que son todavía, en buena parte, intereses temporales. Esta visión Vaticanocéntrica descuida el mundo que nos rodea». En tono absolutamente decidido, el Papa remacha: «No comparto esta visión y haré todo lo posible para cambiarla».
La determinación de Francisco aflora en varias ocasiones, como cuando afirma que “el Vaticano II decidió mirar al futuro con espíritu moderno y abrirse a la cultura moderna. Los padres conciliares sabían que eso significa ecumenismo y diálogo con los no creyentes. Pero después se hizo muy poco en esa dirección. Yo tengo la humildad y la ambición de querer hacerlo”.
El Papa reitera que, 800 años después de la reforma de Francisco de Asís, “han cambiado mucho los tiempos, pero el ideal de una Iglesia misionera y pobre permanece más valido que nunca. Esta es, en todo caso, la Iglesia que predicaron Jesús y sus discípulos”.
La tarea de reforma interna es gigantesca, como lo es solucionar “los dos males más graves que el mundo sufre en estos momentos: el desempleo de los jóvenes y la soledad en que se abandona a los viejos. ¿Se puede vivir aplastado en el presente? ¿Sin la memoria del pasado, y sin el deseo de proyectarse hacia el futuro construyendo un proyecto, un futuro, una familia? Este es el problema más urgente que la Iglesia debe afrontar”.
Francisco reconoce que ambas tareas son enormes, y que la segunda corresponde a todos los ciudadanos, creyentes o no. A él le ha tocado representar a los católicos, “y yo no sé si soy el mejor para representarlos, pero la Providencia me ha puesto a la guía de la Iglesia y de la diócesis de Pedro. Haré cuanto esté en mi mano para cumplir el mandato que me ha sido encomendado”.
No lo hará solo. Ni tampoco asistido únicamente por la Curia vaticana. Pocas personas se dieron cuenta el lunes de que, con la institucionalización del “Consejo de Cardenales”, el Papa había llevado a cabo una importante reforma constitucional “de facto”, a la espera de que, al final de la tarea, se complete la arquitectura “de iure”.
El Papa explica que “he decidido, como primera medida, nombrar un grupo de ocho cardenales que sean mi consejo. No cortesanos, sino personas sabias y que comparten mis sentimientos. Esto es el comienzo de una Iglesia con una organización no sólo verticalista sino también horizontal”.
Mientras la Curia vaticana leía estas declaraciones en un periódico donde no se las esperaban, el Papa, los ocho cardenales y el secretario del Consejo, trabajaban solos en la biblioteca del tercer piso del Apartamento papal.
Eran diez personas que iniciaban un primer “maratón” de tres días para abordar los puntos más espinosos del “gobierno de la Iglesia universal” y la reforma de la Curia. El viernes día 4, fiesta de San Francisco, acompañarán al Papa en su peregrinación a Asís, donde numerosas ideas saldrán a la luz.
En su larga conversación con un periodista no creyente, el Papa reconoce que “cuando me topo con un clerical, me vuelvo de repente anticlerical. El clericalismo no debería tener nada que ver con el cristianismo. San Pablo fue el primero que habló con los paganos, con los gentiles, con los creyentes de otras religiones, y fue el primero en ensenárnoslo”.
El diálogo con los no creyentes y los seguidores de otras religiones debe ser sincero. Según el Papa, “el proselitismo es una solemne estupidez, no tiene sentido. Hay que conocerse, escucharse y hacer crecer el conocimiento del mundo que nos rodea”. El amor a los demás, “tal como lo predicó Jesucristo, no es proselitismo sino amor”.
El Papa revela que, aparte del Evangelio, sus guías espirituales son “Agustín, Benito, Tomás e Ignacio. Y, naturalmente Francisco”. Ignacio es, por supuesto, el que mejor conoce pero, a nivel personal, “los más cercanos a mi alma son Agustín y Francisco”.
Aunque da a entender que no es un místico, revela un momento especial. Después del voto a su favor en la Capilla Sixtina y antes de aceptar, “pedí a los cardenales retirarme unos minutos en una sala contigua. Mi cabeza estaba totalmente vacía y me había invadido una gran ansiedad”.
En esa situación, relata, “Cerré los ojos, y dejé de sentir cualquier ansia o emotividad. En un determinado momento me invadió una gran luz. Duró un instante, pero me pareció larguísimo. Después la luz se disipó y yo me levante con rapidez. Fui a la sala donde me esperaban los cardenales y hacia la mesa sobre la que estaba el acta de aceptación. La firmé, el cardenal camarlengo añadió su firma y después, en el balcón hubo el ‘Habemus Papam’”.