En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío: – «Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás; pero, como os he dicho, me habéis visto y no creéis. Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día». Juan 6, 35-40
“Yo soy el pan de vida, el que venga a mí no tendrá hambre”. Acabamos de oír estas palabras a Jesús. No sé si realmente nos creemos esta promesa del Hijo de Dios. Me explico. No sé si nos lo creemos lo suficientemente como para ir hacia Él sin reticencias, tal y como nos lo acaba de proponer. Insisto en que no sé si nos lo creemos porque, de hecho, los fariseos, escribas y demás judíos, intachables respecto a la justicia de la Ley al igual que Pablo (Flp 3,6), no se lo creyeron. El mismo Jesús les dijo que sí, que mucho investigar, escrutar las Escrituras con el fin de encontrar en ellas vida eterna, pero que, a la hora de la verdad, no estaban por la labor de ir hacia Él (Jn 5,39-40). Cuidado no se repita la historia. “…muchos primeros serán últimos, y muchos últimos serán primeros” (Mc 10,31).