En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del mar de Galilea, o de Tiberíades. Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos.
Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos.
Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos y, al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe: «¿Con qué compraremos panes para que coman estos?».
Lo decía para probarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer.
Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo».
Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?».
Jesús dijo: «Decid a la gente que se siente en el suelo».
Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; solo los hombres eran unos cinco mil.
Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado.
Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se pierda».
Los recogieron y llenaron doce canastos con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: «Este es verdaderamente el Profeta que va a venir al mundo».
Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo (San Juan 6, 1-15).
COMENTARIO
Es éste uno de los pasajes más conocidos del Evangelio, mencionado por los cuatro evangelistas. La Iglesia elige para hoy el texto de Juan, ligado al «Discurso del Pan de Vida» que iremos leyendo los próximos días. Para entenderlo mejor, haremos uso de los textos paralelos. Conocemos también el lugar donde ocurre: Tabgha, en la orilla occidental del lago; despoblado entonces y muy visitado hoy día por las peregrinaciones. Un sitio hermoso, agradable: mucha hierba, fuentes, arroyos que corren hacia el lago; un paisaje encantador. Jesús desembarca allí, según los sinópticos, y ve que le está aguardando una multitud. El buscaba un lugar solitario para descansar. Pero, al ver tanta gente sedienta de su palabra, se deja vencer por ella: cura a los enfermos, y predica largamente, según Marcos. Jesús nunca se niega a aquellos que le buscan. Si es preciso, emplea todo el día en ello.
El sol empieza a caer, y los apóstoles le piden que termine su plática, porque la gente tiene que volver a sus casas, o bien, buscar acogida y alimento en algún lugar. Jesús les dice que les den ellos de comer.
Parece una broma del Maestro: son unos cinco mil hombres, más las mujeres y niños. Pero Él tiene claro lo que hará, a partir de la aportación, poca o mucha de los suyos.
Alguien ofrece lo que tiene. Algo ridículo: cinco panes y dos peces. El acepta nuestra pobreza, nuestra insuficiencia; gusta que ofrezcamos lo que podemos, aunque sea una pequeñez y manda que se sienten en la hierba, y oficia como señor de la casa: pronuncia la bendición ritual de la mesa, parte los panes y los manda repartir junto a los peces. Y ocurre lo insospechado: los panes y peces bastan para saciar a la muchedumbre, y sobran doce canastos de trozos de pan y pescado, señal de la abundancia. Un anuncio del banquete mesiánico escatológico, que profetizó Isaías.
Cristo se ocupa de alimentar a los suyos, tanto su alma como su cuerpo. El espíritu, con su Palabra; el cuerpo, con el pan multiplicado. No ignora que el hombre necesita ambos alimentos. Tenemos el peligro de quedarnos sólo con el pan, olvidando que: «no sólo de pan vive el hombre…» Esto es lo que sucede a la gente. Entusiasmada ante el milagro patente, deciden nombrarle rey, pues no habrá mejor rey que el que multiplique el pan para su pueblo. El signo del banquete mesiánico, les tiene sin cuidado.
Jesús, sabiendo esto, desaparece. Él no ha venido para ser un Mesías político, sino para inaugurar el Reino de Dios. Porque, dirá después en Cafarnaum, el pan sacia el hambre, pero no resuelve el problema fundamental del hombre, la muerte. Será El quien lo resuelva, dándose a sí mismo como Pan de Vida. Pan único y multiplicado al partirlo, para dar vida al mundo.
Este milagro es anuncio simbólico de algo mucho mayor: Dios mismo se nos ofrece como alimento, para habitar en nosotros, y comunicarnos su Vida.