“Dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis. Vosotros orad así: “Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre., venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal”. Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (San Mateo 6, 7-15).
COMENTARIO
Jesús nos quiere de pocas palabras al orar, que no hagamos como los gentiles, nos dice, porque nuestro Padre ya ha leído en nuestros corazones y sabe todo lo que nos hace falta. Pero nos pide que oremos, nos manifiesta constantemente la eficacia de la oración, pues nos dice: “Vosotros orad así”, “pedid y se os dará”, “velad y orad para no caer en tentación”, y lo manifiesta en sus obras, como él lo hizo, buscando momentos de soledad para encontrarse íntimamente con el Padre.
Y nos proporciona la fórmula para hacerlo:
“Padre nuestro que estás en el cielo…”, como él lo explicó a María Magdalena el día de su resurrección gloriosa: “Ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro; al Dios mío y Dios vuestro” (Juan 20, 17), por eso, en todo lo que decimos, está Jesús orando con nosotros, porque el Padre nuestro que invocamos lo incluye a él, pues es nuestro hermano desde la cruz, cuando nos hizo hijos de María, su Madre. Y así, el Padrenuestro es la oración esencial del cristiano, y un compendio acabado de las enseñanzas de Cristo.
“Santificado sea tu nombre…”, solo Dios es Santo, y Jesús nos propone santificar el nombre de Dios, pues nos dice: “Nadie es bueno sino Dios”, por eso se nos prohíbe “pronunciar su nombre en vano”, pues es sacratísimo, y su nombre será nuestra salvación cuando lo pronunciemos con unción el día de nuestra muerte, con ese mismo “Dios mío, Dios mío”, que pronunció Jesús desde la cruz.
“Venga a nosotros tu reino…”, como él nos dijo: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”, Y ese reino está en el corazón de cada hombre, no lo busquemos fuera, como obcecados lo soñaron sus discípulos, pues “mi reino no es de este mundo”, contestó Jesús a Pilato.
“Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…”, siempre Jesús obediente a la voluntad del Padre, también en el momento supremo, con la oración más perfecta pronunciada por un hombre: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Aceptar la voluntad del Padre es predisponernos para el amor, como hizo María con aquel “Hágase en mí según tu palabra”, que también a ella, la llevó hasta los pies de la Cruz de Jesús.
“Danos hoy nuestro pan de cada día…”, ese pan que pedimos simboliza todas nuestras necesidades materiales, pero “no solo de pan vive el hombre”, nos dice Jesús, que es el pan bajado del cielo, y que instituyendo la Eucaristía en la Última Cena, se hizo “Pan de Vida” para alimento de nuestra alma. “Señor, danos siempre de ese pan”.
“Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…”, pedir perdón es uno de los actos más gratificantes que puede realizar un cristiano, y es una manifestación de humildad y de amor que ennoblece al que lo pide. Pero el perdón que impetramos está rigurosamente sometido a la condición que Jesús nos impuso, a saber, que también nosotros perdonemos a los que nos ofenden. Y Jesús nos lo enseñó desde la cruz: “Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”.
“No nos dejes caer en la tentación. Amén”. Y seremos tentados, la tentación no se puede evitar, también Jesús fue tentado por el demonio. Por eso, la petición que debemos hacer de parte de Jesús es la de que no cedamos a la tentación, y no nos dejemos vencer por ella. Y para esa victoria sobre el pecado, no hay otro remedio más eficaz que la oración, “velad y orad para no caer en tentación”, nos dice Jesús.
Amén.