Hemos vivido los últimos años ensoberbecidos en nuestro éxito de progreso, riqueza y opulencia: abriendo las plumas en todo su esplendor como el pavo real, mostrando la exuberancia de nuestras fortunas y la prepotencia de nuestro derroche, presumiendo orgullosos de nuestro éxito y bienestar, y achacándolos al saber, la pericia, el esfuerzo o simplemente al azar; viviendo siempre por encima de las circunstancias, mirando al mundo desde la cimera, reinventando una moral a nuestra horma, incluso esculpiendo en otras tablas de piedra una nueva ley, unos nuevos dogmas donde propugnamos y establecemos lo que está bien y lo que está mal. El boomerang, después de una excelsa parábola, ha caído de improviso en nuestra cabeza abriéndonos una brecha por donde se nos esfuman —gracias a Dios— los humos de altivez, las ínfulas de vanidad y la arrogancia instaurada en la naturalidad.
Ahora nos toca mirar al otro, porque tal vez lo necesitemos, y nos acordamos de aquella torre de Babel donde un día nos sentimos más importantes que Dios, donde nos vimos famosos y triunfantes, y que se desmoronó como un castillo de naipes. Es lo mejor que nos podía ocurrir.
Un rabí tenía una perla para vender y se dirigió al mercado en busca de comprador. Se acercó a verla, interesado, un harapiento hombre, quien, para asombro del rabino, aceptó el precio de mil ducados de oro que este pedía, y le rogó que le acompañara hasta su casa par cerrar allí el trato.
Ya cerca de la vivienda, le salieron sirvientes al encuentro, que se inclinaron ante su presencia. Una vez adentro, le fueron ofrecidas sillas costosas, en tanto los criados trajeron fuentes de plata con agua para lavarse.
El dueño de la casa, con aspecto de mendigo, pagó las mil monedas y ordenó, ante el asombro del rabino, que se guardara la perla junto con sus otras joyas, y que sus sirvientes no olvidaran entregar a los pobres, que aguardaban ante su puerta, la diaria donación.
—Dime —comentó asombrado el rabino—, ¿por qué apareces como un desheredado si Dios te ha bendecido con tantos bienes?
—Dicen las escrituras —contestó el mercader— que el hombre es una vana quimera y que su vida transcurre como las sombras. La riqueza no posee ninguna estabilidad. Si yo no frecuentase a menudo a los pobres, mi alma podría volverse presuntuosa a la vista del lujo que me rodea en este hogar. Podría olvidarme de Dios, a quien debo todo cuanto tengo. Si yo ahora me mezclo con los pobres, me hago como ellos, no me hará falta cambiar si algún día empobrezco. Y, finalmente, siempre es bueno saber lo que sufre el necesitado y cómo se halla para poder ayudarlo en el momento oportuno.
Esta humilde manera de agradecimiento del mercader agradó sobremanera al rabino, quien bendiciendo al hombre le dijo:
—¡Ojalá hubiera muchos como tú en Israel!
“No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús” (Flp 2,3-5).
Porque el otro es Cristo.
1 comentario
No había pensado que estar cerca de los pobres pudiera ser tan bueno para mí: relativizar mis bienes y estar familiarizada con la precariedad. Ambas cosas me acercan a Dios.