Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»
Éste es el que anunció el profeta Isaías, diciendo: «Una voz grita en el desierto: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.»»
Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados; y él los bautizaba en el Jordán.
Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizará, les dijo: «¡Camada de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: «Abrahán es nuestro padre», pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga» (San Mateo 3, 1-12)
COMENTARIO
Cuando aguardamos la visita de alguien muy querido deseamos tener todo bien dispuesto para agasajarle. También la Iglesia que espera a Cristo su Esposo desea recibirlo con sus mejores galas.
El Adviento se desenvuelve en una atmosfera alegre y llena de esperanza. Aunque la Liturgia se reviste del tono morado que llama a conversión todo es gozo contenido en espera de la venida del Salvador.
Juan el Bautista se nos presenta este Domingo predicando a orillas del río Jordán. Nos proclama la necesidad de la conversión y de dar el fruto que ésta pide no haciéndonos vanas ilusiones.
Los fariseos se gloriaban de ser “hijos de Abraham” creyendo que con este título todo estaba hecho. Nosotros, siglos después, podemos pensar que con llamarnos cristianos e hijos de Dios es suficiente.
Decía el Cardenal Newman que “vivir es cambiar y ser perfecto es haber cambiado muchas veces”. Este es el camino positivo que nos abre el Adviento: la posibilidad de seguir cambiando acercándonos cada vez más a la perfección del amor a la que Dios nos llama. El camino del amor no se termina. Siempre podemos avanzar más y más por sus sendas.
El Bautista nos habla de un bautismo de agua para purificarnos. Sin embargo, esto no basta si no es completado con el bautismo de Espíritu Santo y fuego que nos trae Jesús.
Esta Llama de amor que es el Espíritu Santo tiene en este tiempo unas notas distintas que en Pentecostés. Si el Espíritu que descendió sobre los Apóstoles los llevo a la extensión del Reino por el mundo el fuego del Espíritu que Juan quiere que prenda en nosotros en Adviento es un fuego más interno que externo.
Esta hoguera interior sólo puede encenderla Dios en los corazones porque la gracia es siempre don y no logro humano. El Hijo de Dios desciende de lo alto envuelto en los velos de la carne como un niño cualquiera y Dios derrama una lluvia de gracia en honor de este Hijo que va a nacer para prepararle en la tierra un lugar bien dispuesto.
Dios quiere cada año, cada Navidad ser recibido en lo más recóndito de nuestros corazones. El no necesita muchas cosas externas puesto que deseó nacer en un pesebre. Eso sí escogió los corazones más hermosos que jamás haya habido en la tierra para que estuvieran a su lado.
No hay nada más grande que podamos hacer en esta vida que ser portadores de Dios en una nueva “encarnación diminutiva” que puede realizarse dentro de nosotros cada Navidad.
Decía el Santo Padre el Papa Francisco hace unos días que al “Verbo” no le basta ser acogido, sino que desea “ser conjugado” en nosotros. Cristo desea no sólo vivir dentro de nosotros sino poseernos de tal manera que nosotros seamos sus manos, su boca, sus pies, su mirada…
El Dios que se acerca a los hombres en Navidad es un Dios cercano, débil, frágil, pequeño. Nadie teme acercarse a un niño. Los pequeños despiertan en nosotros la ternura y la bondad del corazón. Dios se esconde en la insignificancia para remover el orgullo de los hombres.
Por eso no todos podrán reconocer la grandeza que se oculta tras este Niño. Sólo aquellos que entren por la puerta estrecha del Evangelio y estén dispuestos a volver a hacerse niños podrán reconocer al Mesías que viene. Es esta la llave de la perfección.
Es esta la conversión que nos pide este tiempo de Adviento: hacernos pequeños. Debemos permitir al fuego del Espíritu que nos penetre para podernos vivir pobres, necesitados, débiles, frágiles, dependientes.
Todos los Santos han sido introducidos en este camino de pequeñez. Fue este “el secreto de María” la Reina de la espera mesiánica que porque fue muy pequeña agradó al Altísimo. Ella jamás dejó de ser la nada ante El que es.
Si Dios nos encuentra así pondrá su morada entre nosotros y nos mirará complacido. Entonces haremos nuestras las palabras de Isaías: “Tú Señor eres nuestro Padre, jamás oído oyó ni ojo vio un Dios que hiciera tanto por el que espera en El”.
Pero si creemos saberlo todo, poderlo todo, entenderlo y dominarlo todo entonces nos quedaremos sin Navidad pues no necesitaremos ningún Salvador. Habrá luces, banquetes, miles de polvorones y belenes, pero nuestra alma se quedará a oscuras y sedienta.
San Agustín después de dar muchos tumbos por la vida comprendió que la verdadera felicidad no estaba fuera sino dentro. Y lamentó haber malgastado tanto tiempo en lo que no sacia.
Que Dios lo sea todo en nosotros y dentro de nosotros para que estas Navidades- independientemente de las circunstancias alegres o dolorosas de nuestra existencia- sean las mejores Navidades de nuestra vida. Si Dios está con y en nosotros nada nos puede arrebatar el gozo que viene de lo alto.