«Jesús, resucitado al amanecer del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a anunciárselo a sus compañeros, que estaban de duelo y llorando. Ellos, al oírle decir que estaba vivo y que lo había visto, no la creyeron. Después se apareció en figura de otro a dos de ellos que iban caminando a una finca. También ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero no los creyeron. Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo: “ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”». (Mc 16,9-15)
Incredulidad y dureza de corazón son las dos fuerzas que nos atenazan; ni con la razón ni con el corazón queremos recibir una noticia que nos desmonta todos nuestros esquemas, mentalidad, conducta, expectativas, confort y nuestra desidia final acerca de la verdad. ¿Cómo va a ser verdad que un muerto haya realmente resucitado? Resulta más piadoso disculpar al mensajero considerándolo como aquejado de una insania extraña; más vale ser indulgentes con los visionarios que contagiarnos con sus alucinaciones.
Eso hicieron los Once, que compartían duelo y llanto por el Maestro ajusticiado. Estando a la mesa —qué signo tan poderoso— Jesús aparece y les reprende específicamente por no haber dado crédito, no ya a sus repetidos anuncios, sino a sus enviados. María de Magdala y los dos discípulos traían un sublime testimonio de parte de Jesús; no solo la asombrosa noticia de que estaba vivo, sino el encargo de que lo comunicaran por haberlo visto personalmente. Se suman aquí dos incredulidades; hacia la hipótesis de la resurrección del crucificado fuera de la ciudad, y hacia la validez de los primeros testimonios de su resurrección.
El Evangelio (en Lucas 2) se abre con un edicto imperial; el que Cesar Augustó dictó ordenando el empadronamiento general. Benedicto XVI señala que la palabra «evangelio», sin demérito del carácter de buena nueva o alegre noticia, evoca una solemnidad jerárquica propia de un edicto imperial. Jesús vino al mundo en medio de la pax romana, pero ahora Él impera un pregón más fuerte y radical: «Id a todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación». «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos», añade y concluye en Mateo (Mt 28 20).
Hay un nuevo edicto: id, proclamad, sabed… Y ¿cuál es ese edicto glorioso? El Mesías ha llegado; Dios es con nosotros; el que asegura que «Él es» ha acampado entre nosotros y se queda para siempre; ha vencido a la muerte; tenemos abierta la vida eterna.
Ese acontecimiento, aunque esculpido sobre nuestra incredulidad y dureza de corazón, sí que es un acto de Imperio supremo, lo que anhela todo el mundo y lo que hace nueva la creación. Dios-Padre creó el universo. Dios-Hijo ha recreado al hombre porque ha vencido a la muerte y al pecado. Y los Apóstoles son enviados a anunciar con la fuerza de Dios-Espíritu Santo a todo el mundo el triunfo de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo; la fe de la Iglesia se condensa en el útimo artículo del Credo: (me) creo la vida eterna.
Claro que nostros podemos resistir al edicto, seguir siendo incrédulos, reacios a la novedad inimaginable, pendientes de nuestro ego y del cumplimiento de nuestra voluntad, seguros de nuestra ciencia y de la evidencia de que la muerte tiene la última palabra. Y tampoco vamos a dar pábulo a una mujer exposesa o a dos desilusionados que no son capaces ni de reconocer a su Maestro.
Pero a los Once no es tan fácil contradecirlos o ignorarlos; pese a su desconsuelo, habían permanecido juntos y compartían mesa; sin ser conscientes, con su unidad ya estaban de algun modo participando del Espíritu Santo. Y, pese a su displicencia, la ahora innegable resurrección de Jesús evidenciada ante ellos (con reprensión incluida), ha reconfigurado su existencia; y su dedicación al anuncio-edicto, por lo general acompañado del martirio, ha cambiado el curso de la Humanidad.
Pero la acogida de Dios —»Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29)— sigue siendo difícil: lo era con Isaías (Is 6,9), lo fué con Jesús (Jn 8,24), continúa tras la predicación apostólica incluida la de Pablo (Hch 28,27), y sigue siéndolo ante la existencia e insistencia de la Iglesia (Jn 17,14); no acabamos de meter en nuestro corazón el hecho histórico de la resurrección de Jesucristo.
Al amanecer del primer día de la semana surgió el nuevo Adan, un hombre nuevo que no solo emerge de la tierra sino que viene de la muerte para nunca volver a morir; el Primogénto de muchos hermanos a los que Él solo hace justos (Rm 5,19); «la estrella radiante de la mañana» (Ap 22,16). A Él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén. (1 Pe 5,11; Ap 1,6).
Francisco Jiménez Ambel