«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará”». (Jn 16, 12-15)
Nos lo pide Jesús. Insistentemente. ¿No quieres acertarte a Él? ¿No deseas sentir sus caricias de hermano mayor? ¿No rezas para que te escuche? Jesús nos invita a que vayamos a Él, nos quiere abrazar, nos quiere bendecir imponiéndonos las manos. Son las manos amorosas de Dios que quiere acogernos, las mismas manos que luego serán taladradas por nuestros pecados, las que ahora besamos con unción en la imagen adorada del crucificado, allí donde la incredulidad de Tomás puso un dedo tembloroso para palpar una llaga, y que todos alcanzáramos así la certeza de su resurrección gloriosa, ahogando nuestras dudas en el emocionado “Señor mío y Dios mío” del apóstol.
Pero para atender este ruego, para acudir gozosos a su invitación, tendremos que despertar antes al niño que llevamos dentro. Tendremos que desnudarnos de los estériles argumentos de todos los días, de las razones manidas que creemos necesarias para que Dios nos escuche, de las súplicas vanas con las que intentamos justificar nuestra inseguridad, de los pretextos que usamos para obtener las mercedes que pedimos. Sin prejuicios, sin miedo, ataviados tan solo con los harapos puros de la inocencia. Y no necesitaremos inclinarnos ante Él, ni hacerle reverencias. Nuestra credencial será una sonrisa confiada, nuestra mejor ofrenda, la confianza ciega, la seguridad íntima y plena de que nos ama, el convencimiento de que ya lo sabe todo de nosotros, y comprende mejor que nadie lo que necesitamos.
Y a partir de ese momento, vencida la timidez del hombre viejo, acogida nuestra alma entre sus brazos, como el niño que fuimos antaño, y el niño que queremos ser de ahora en adelante, sentiremos arder el corazón, como ardió el de los discípulos, que hace dos mil años se encontraron con un extraño que les hablaba en el camino de Emaús después de la gran desolación del Calvario, y nuestra vida cambiará, porque no existe mejor experiencia que la de amar y sentirse amado, lejos de los prejuicios y las acechanzas del mundo que nos cerca con toda clase de sortilegios.
No te enfades, Jesús. Son muchas las manos que querrán detenernos y apartarnos de ti, incluso con buena intención. Pero lo vamos la intentar. Queremos sentir tu caricia, acurrucarnos a tus pies, sabernos preferidos en el “Tabor” de tu regazo, y Tú, nos contarás cosas del Reino de los Cielos que nos tienes prometido.
Horacio Vázquez