En el año 1994, proclamado por la ONU “Año Internacional de la Familia”, Juan Pablo II escribió una bellísima Carta a las familias con la que pretendía, entre otras cosas, poner de relieve la belleza sublime y el valor del matrimonio, de la familia y de la vida. En el apartado 19 Juan Pablo II denunciaba cómo nuestra civilización actual parecía haber renunciado a ser una “civilización del amor”, entre otros motivos, porque la familia se estaba convirtiendo en una ‘realidad desconocida’, que ya no se entendía a la luz del misterio de Dios, sino desde otras claves puramente secularistas e, incluso, contrarias al hombre mismo.
Por su claridad y densidad de contenido, me permito recoger aquí esa importante página del documento del Papa:
«Por desgracia el pensamiento occidental, con el desarrollo del racionalismo moderno, se ha ido alejando de la enseñanza sobre Dios y el hombre. El filósofo que formuló el principio Cogito, ergo sum: «Pienso luego existo», ha marcado también la moderna concepción del hombre con el carácter dualista que la distingue. Es propio del racionalismo contraponer de modo radical en el hombre el espíritu al cuerpo y el cuerpo al espíritu. En cambio, el hombre es persona en la unidad de cuerpo y espíritu (cf. GS 14: «uno en cuerpo y alma»). El cuerpo nunca puede reducirse a pura materia: es un cuerpo espiritualizado, así como el espíritu está tan profundamente unido al cuerpo que se puede definir como un espíritu corporeizado. La fuente más rica para el conocimiento del cuerpo es el Verbo hecho carne. «Cristo revela el hombre al hombre» (GS 22). Esta afirmación del concilio Vaticano II es, en cierto sentido, la respuesta, esperada desde hacía mucho tiempo, que la Iglesia ha dado al racionalismo moderno (…)
La separación entre espíritu y cuerpo en el hombre ha tenido como consecuencia que se consolide la tendencia a tratar el cuerpo humano no según las categorías de su específica semejanza con Dios, sino según las de su semejanza con los demás cuerpos del mundo creado, utilizados por el hombre como instrumentos de su actividad para la producción de bienes de consumo. Pero todos pueden comprender inmediatamente cómo la aplicación de tales criterios al hombre conlleva enormes peligros. Cuando el cuerpo humano, considerado independientemente del espíritu y del pensamiento, es utilizado como un material al igual que el de los animales –esto sucede, por ejemplo, en las manipulaciones de embriones y fetos –, se camina inevitablemente hacia una terrible derrota ética.
En semejante perspectiva antropológica, la familia humana vive la experiencia de un nuevo maniqueísmo, en el cual el cuerpo y el espíritu son contrapuestos radicalmente entre sí: ni el cuerpo vive del espíritu, ni el espíritu vivifica el cuerpo. Así, el hombre deja de vivir como persona y sujeto. No obstante las intenciones y declaraciones contrarias, se convierte exclusivamente en objeto. De este modo, por ejemplo, dicha civilización neomaniquea lleva a considerar la sexualidad humana más como terreno de manipulación y explotación, que como la realidad de aquel asombro originario que, en la mañana de la creación, movió a Adán a exclamar ante Eva: «Es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gn 2,23). Es el asombro que reflejan las palabras del Cantar de los cantares: «Me robaste el corazón, hermana mía, novia, me robaste el corazón con una mirada tuya» (Ct 4,9). ¡Qué lejos están, ciertas concepciones modernas de comprender profundamente la masculinidad y la feminidad presentadas por la Revelación divina! Esta nos lleva a descubrir en la sexualidad humana una riqueza de la persona, que encuentra su verdadera valoración en la familia y expresa también su vocación profunda en la virginidad y en el celibato por el reino de Dios.
El racionalismo moderno no soporta el misterio. No acepta el misterio del hombre, varón y mujer, ni quiere reconocer que la verdad plena sobre el hombre ha sido revelada en Jesucristo. Concretamente no tolera el «gran misterio», anunciado en la carta a los Efesios, y lo combate de modo radical. Si, en un contexto de vago deísmo, descubre la posibilidad y hasta la necesidad de un Ser supremo divino, rechaza firmemente la noción de un Dios que se hace hombre para salvar al hombre. Para el racionalismo es impensable que Dios sea el Redentor, y menos que sea «el Esposo», fuente originaria y única del amor esponsal humano. El racionalismo interpreta la creación y el significado de la existencia humana de manera radicalmente diversa; pero si el hombre pierde la perspectiva de un Dios que lo ama y, mediante Cristo, lo llama a vivir en Él y con Él, si a la familia no se le da la posibilidad de participar en el «gran misterio», ¿qué queda sino la sola dimensión temporal de la vida? Queda la vida temporal como terreno de lucha por la existencia, de búsqueda afanosa de la ganancia, la económica ante todo». (Juan Pablo II, Carta a las Familias, n. 19).
la sexualidad humana, a subasta
La experiencia de este nuevo maniqueísmo, certeramente descrito por el Papa, empapa sutilmente la opinión social, la mentalidad y hasta la forma mentis de muchos católicos. Especialmente significativos de esta enfermedad del pensamiento son los síntomas que se manifiestan en el ámbito de la antropología y, en especial, en lo referente a la sexualidad humana. Y así, el hombre deja de vivir y de ser considerado como persona y sujeto, y se convierte exclusivamente en un objeto e instrumento.
De este modo, por ejemplo, esta “civilización neomaniquea” lleva a considerar la sexualidad humana más como terreno de manipulación y explotación, que como un elemento definitorio de la propia persona y de la imagen de Dios en el hombre. Porque la separación entre espíritu y cuerpo en el hombre conduce a tratar el cuerpo humano no según las categorías de su específica semejanza con Dios, sino según las de su semejanza con los demás seres del mundo creado, que, por cierto, son utilizados por el hombre como instrumentos de su actividad para producir bienes de consumo y beneficios económicos.
Pues bien, cuando el cuerpo humano es utilizado como un material manipulable más, se camina inevitablemente hacia un peligroso reduccionismo que hace de la persona humana una mera materia a merced de los criterios utilitaristas y de explotación del más fuerte.
Esta mentalidad neo-maniqueísta, derivada del racionalismo moderno, no solo está resquebrajando la unidad entre el cuerpo y el espíritu dentro del propio ser humano, sino que afecta igualmente a otras esferas de la vida o de la cultura. Y, así, se separan indebidamente la esfera de lo público y la esfera de lo privado, la ciencia de la fe, la fe de la razón, el sexo del amor, la procreación del matrimonio, la política de la ética…
un cristianismo “outlet”
En un plano más estrictamente religioso, esta mentalidad neomaniquea se mueve, además, entre el teísmo y el deísmo: dos concepciones religiosas dispares, aunque etimológicamente designan prácticamente lo mismo y ambas conducen a formas diversas de ateísmo.
El teísmo acepta la trascendencia divina, en cuanto que la forma de ser de Dios es irreducible a la forma de ser de las cosas del mundo; por ello, la razón humana, aunque puede llegar a saber que hay Dios, sin embargo, no puede penetrar en la intimidad de su ser ni conocerlo. De ahí se concluye que el hombre no necesita, para ser hombre, ni de la revelación ni de la fe.
El deísmo, en cambio, parte de una postura univocista de la comprensión del ser, es decir, que todas las realidades tienen el mismo modo de ser, incluido Dios; por tanto, Dios es algo que está al alcance de la razón. Pero, aunque el deísmo sostenga la existencia de Dios, este, en realidad, es algo irrelevante para la vida del hombre: por muy principio regulador de la realidad que sea, Dios no interviene para nada en la historia del hombre. Por tanto acepta la posibilidad y necesidad de un ser divino supremo, pero no acepta que ese ser divino supremo se haya hecho carne y mucho menos aún que ese dios sea Esposo, es decir, un dios que entra en mi vida y me impone normas morales.
De este deísmo al panteísmo hay solo un paso: de decir que Dios es como cualquier realidad mundana se llega a confundirlo con el mundo. Cambia, por tanto, el concepto de trascendencia, que, sin embargo, no siempre se llega a negar frontalmente. Y, de ahí, derivamos fácilmente hacia una especie de naturalismo para el que solo existe un tipo de realidad, la natural; cualquier otra realidad sobrenatural no tiene consistencia ni contenido propio.
Y, una vez situados en el naturalismo, solo podemos optar por dos caminos: concebir al hombre desde el plano del determinismo natural, en el que queda anulada su libertad y su dignidad reducida a la de un animal más (por ejemplo, un simio) –y aquí entran en juego fácilmente las teorías del azar–, o bien, intentar recuperar de alguna forma su superioridad y distinción respecto del orden natural, exaltando, mediante reduccionismos, alguno de sus aspectos: la raza, la nación, la pertenencia a una clase, la razón, la voluntad…
En cualquier caso, nos movemos siempre dentro del plano del racionalismo: como no hay nada ni nadie más allá de este mundo, se hace innecesaria toda trascendencia, pues la razón puede llegar a conocerlo todo por sí misma. El hombre se reduce así a su más pura y sola voluntad.
Queda así explicado someramente ese relativismo moral, cultural o religioso, del que tanto habla Benedicto XVI, y que entraña, en el fondo, una peligrosa negación e incapacidad del hombre por conocer la verdad de sí mismo, de Dios y de los demás.