En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – «Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: «No es el siervo más que su amo”. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió». (Juan 15, 18-21)
El mundo, ese enemigo clásico de la vida espiritual que no ceja en su empeño de apartarnos de Dios, es el responsable de parálisis terribles en los que quieren dejarse amar por Dios. Es una lucha: la gracia trabaja por divinizar al hombre. El mundo trabaja por atar a la tierra. La persona se va mundanizando, va cayendo en redes y modales poco compatibles con el quehacer evangélico y puede acabar lejos, muy lejos de Dios.
¿Qué entendemos por mundo? El conjunto de personas que vive, piensa y actúa al margen o en contra de Dios y que me afectan de hecho en mi propia vida. Sí, es una infestación, enemiga del Evangelio. Es mundo no solo por propiedad o propiedades que tenga sino porque posee vocación de eficacia, quiero decir, que su ser contagioso es algo fundamental y característico de él. El mundano quiere consciente o inconscientemente que todo el mundo sea mundo, a espaldas de Dios. “Apostolado terreno” que rivaliza con el apostolado de Jesucristo.
Las notas o propiedades del mundo pueden ser las siguientes:
-Afán de libertad: hacer lo que quiero aunque sea dañino o falso. Repudio de toda autoridad legítima.
-Autosuficiencia. Caídas en libertinajes.
-Concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida (1 Jn 2)
-Vida muelle, floja, comodona. Placer como criterio último.
-Prestigio. Búsqueda afanosa del mismo como fuente de seguridad.
-Alarde, fastuosidad, vanidad, apariencia.
-Amor al dinero.
-Defensa a cualquier precio del propio derecho. Ley del talión.
-Sensualidad, impureza, inmoralidad.
-Racionalismo.
-Egoísmo.
-Desprecio de lo religioso, de la vida de piedad. Ausencia de fe.
Otras tantas más se podrían aducir. Basten estas, conocidas de todos, para recordar la sustancia del mundo.
Nos dice san Juan que no amemos al mundo ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno amare al mundo, no está en él la caridad del Padre (1 Jn 2)
Hay distintos grados de participación en la vida que el mundo nos ofrece. Están los muy mundanos, entregados a sus criterios antievangélicos. Están los contaminados, medio mundanos, medio religiosos; mezcla extraña y al cabo ficticia. Están los que siendo religiosos realmente flirtean con el mundo de vez en cuando. Y están los que están sin ser, es decir los que viven en el mundo sin ser de él: “Y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como yo tampoco soy del mundo. No pido que lo saques del mundo, sino que los preserves del malo. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17,14-16).
Esta es la clave: no ser mundanos en medio del mundo. Numerosos ejemplos de la Iglesia primitiva nos hablan de esta realidad. El antiquísimo Discurso a Diogneto nos habla de la normalidad del cristiano en la sociedad y de la esencial diferencia que lo distingue del pagano. Texto al alcance de cualquiera, de irrenunciable lectura.
Por su parte, el origen del monacato hunde sus raíces en el deseo ardiente de los fieles de permanecer fieles al espíritu del Evangelio. Sí, dos veces fieles, es decir, fidelidad plena al Señor con desprecio del mundo, como enemigo fatal del alma.
El cristiano ha de estar en el mundo como sal, mezclado, dando sabor. Ha de estar como luz, dando color a todas las cosas. Sal no sosa. No luz oculta.
El mundo es el aliado principal de la carne y el diablo. Es el caldo de cultivo donde se mantienen vivo los gérmenes de vicio y muerte. Es la cárcel donde mueren los alevines de santos. Es la prolongación y el hábitat de innumerables principios antidivinos. Es la jaula donde pulula el desenfreno de las pasiones y se aplaude la inmoralidad.
“Los que son de Cristo han crucificado la carne con las pasiones y las concupiscencias. Si en espíritu vivimos, en espíritu también caminemos” (Gal 5,24)
Somos los cristianos siervos del Señor que combatimos los imponentes combates contra las potencias aéreas (Ef 6,12). “Nadie que se dedica a la milicia se deja enredar en los negocios del mundo, a fin de contentar al que los alistó en el ejército” (2 Tim 2,4)
Llevo silencio en medio del mundanal ruido. Llevo paz en medio del odio. Llevo amor en medio del desamor. Soy fermento en la tierra de frutos de santidad. Busco los bienes de allá arriba, no los del mundo (Col 3,2)
Ortega y Gasset en su Rebelión de la masas nos enseña el cultivo personal frente al espíritu masivo que amenaza con embrutecer la sensibilidad y la nobleza espiritual. La falta de meditación es el mal del hombre. “Volveré a mi padre y le diré…” (Lc 15,18). La meditación de las circunstancias liberó al pródigo de las garras del mundo.
Quizás el primer paso humano para dejar de ser mundanos es aceptar el valor de los valores auténticos, restaurar verdades elementales de la antropología y la moral. Y con esta nueva luz ir aceptando la verdad sobrenatural del Evangelio de ese Dios que me ama y quiere lo mejor siempre para mí. De mundano a espiritual, de espiritual a santo. Es la Misericordia de Dios la que realiza la conversión transmundana. Todo es obra de la mística (sin mí no podéis hacer nada. Jn 15,5) pero de la gestión se encarga la ascética.
El mundo nos odia. Ya lo sabemos.