Caterina Giojelli
21 de octubre de 2015
Sin protección de coraza alguna, ante el cuerpo destrozado hasta los dientes. En el libro Fatti vivo [Hazte vivo] Alberto Reggiori cuenta lo de su hijo Julio, un inquieto salvajillo descontrolado que va por la vida a su bola.
(Artículo tomado del número de la revista Tempi, actualmente en los quioscos de prensa)
«Mira, es absolutamente necesario que demos sentido a nuestra vida; no lo que los otros ven y admiran, sino ese esfuerzo difícil y exitoso consistente en dejar impreso el sello de lo Infinito» (Emmanuel Munier a su mujer, 12 de enero de 1928).
La noche en la que el cuerpo de Julio Reggiori se hizo pedazos estellándose contra un pilar de la carretera, su padre Alberto hizo cuanto estaba en sus manos, es decir, casi nada: enfiló el coche hasta Legnano, donde el sargento de la guardia civil le había dicho por teléfono que Julio se encontraba allí. Con mano temblorosa escribió en el cristal empañado de su coche el número del hospital. Llamó explicando que él era un cirujano de Cittiglio, que su hijo se encontraba allí, y oía que le decían: «Es grave, grave colega, pronóstico reservado». Rezó junto con su mujer Patricia, dejando el albergue de Viserbella, donde estaba pasando el fin de semana con ejercicios espirituales de la Cooperativa Social la Fraternità, hasta volver a casa. En fin, un montón de cosas.
No podía hacer nada más por su hijo, un chaval de gran estatura, con dieciocho años, aprisionado en un espacio muy reducido por el golpe del choque, de unos treinta centímetros; los bomberos trabajaban entre las planchas humeantes de la carrocería, mientras los sanitarios del 118, durante más de media hora, habían tratado de poner en marcha el corazón parado y encajado en aquel cuerpo imposible de intubarlo. Luego, de improviso, cuando ya alguno se había rendido exclamando «ya se ha ido», Julio emitió un suspiro entrecortado, de modo que una sanitaria, con su mano enguantada, le sacaba de la boca «una mezcla de coágulos, vómito y dientes; cogió un tubo y a ciegas trató de metérselo detrás de la lengua, dándose cuenta con horror que la mandíbula estaba totalmente deformada por sus fracturas, aunque esta vez el tubo increíblemente había llegasantdo donde debía». Coágulos, vómito y dientes. Pocas horas más tarde, al alba que precede a una radiante mañana de mayo, en la autopista que lleva a Legnano, los dos padres, casados hacía veinticinco años, sollozan abrazados: «Estamos solos, abandonados como dos niños perdidos en un bosque (…); puede ocurrirnos de todo, incluso ser barridos de la vida en un santiamén, sin que nada podamos hace».
Hay un abismo de vértigo entre los gestos que vive y cuenta un padre con su corazón roto de dolor y el dolor por la carne de su hijo hecho trizas, hasta los dientes inclusive, en una sala de reanimación. Con todo, si es cierto que el milagro es una reverberación que ocurre en el tiempo en medio de una situación tan extremadamente difícil y dolorosa, donde se hace presente la grandeza y generosidad del Eterno, pues digámoslo inmediatamente aquí que el milagro existe. Se da en un jovencito de dieciocho años, ya medio cadáver, y resurge a la vida, tal como lo manifiestan las palabras de su entrañable papá, que ocho años después de aquella terrible noche —la noche del domingo 6 de mayo de 2007, cuando sonó el teléfono en un albergue de Viserbella— decidió escribir todo lo que sucedió en los días siguientes, en los meses siguientes, y qué es lo que vuelve a suceder hoy cuando el tiempo tiene otro significado. «Julio, te parecerá extraña, pero esta es tu historia», escribe Reggiori en la conclusión de la última página de Fatti vivo [Hazte vivo] (Editorial Marietti, 12 euros). «Tú tienes una tarea por delante que has de llevar a cabo. De verdad que esto es todo, Julio, y tú ahora ya lo sabes».
(PORTADA DEL LIBRO con la leyenda «El más africano de todos»)
Los amigos lo saben —lo sabe también quien ha leído sus libros, como Dottore, è finito el diesel [Doctor, se ha acabado el diésel] (Editorial Marietti 2004) y La ragazza che guardava il cielo [La chica que miraba al cielo] (Editorial Rizzoli 2011)—: se trata de un ímpetu vital sin límites que lleva a Alberto Reggiori a derrochar su vida de cirujano en una misión humanitaria en el sur de Sudán, en Iraq, Haití y otras zonas críticas, especialmente con AVSI en Uganda, donde ha vivido desde 1985 a 1995 con Patricia, su mujer, y donde han tenido siete hijos. Entre ellos, el 12 de enero de 1989, estando en Hoima, nació Julio, el más africano de todos: siempre descalzo, un salvajillo que va al colegio debiendo tener con él muchas precauciones, pues muy alegremente se llena la panza de termitas grasientas como hormigas: este es Julio; a su «gemelo negro» John, con quien comparte el plato de comida y el barreño para bañarse, le cuenta con un lenguaje extraño (una mezcla inglés, italiano, «runyoro» y dialecto lombardo que aprendió de su tía Carla, de Saronno) qué es el mar, qué una lavadora, un helado.
Julio, que por momentos se lo lleva una hiena, que durante una excursión al parque Murchinson Falls, asoma el morro en la tienda de campaña y agarra el saco de dormir del chico. Julio, que de vuelta a Varesse asiste a la primera clase, legendaria e irrepetible, de la escuela libre Manfredini, creada por un grupo de padres entusiastas; pero, que en un determinado momento, se tuerce y empieza a aislarse de aquel mundo de afectos y amistades. Deja los estudios y se junta con gente poco recomendable. Se las apaña para desempeñar con cierto orgullo el oficio de camarero y lleva a casa las propinas y el sueldo…; pero por la tarde de un sábado de 2007, con un permiso de conducir temporal, se pone al volante de un coche que le deja un amigo, no se para en un puesto de control, se salta dos semáforos en rojo y choca contra un pilar de la carretera en Nerviano.
En medio de todo esto se encuentra Alberto, que dedica su trabajo a obras de caridad y que pide llorando todo el bien que un padre puede desear a su hijo, y que, un año antes, había arrancado una hoja de su cuaderno para escribir deprisa y corriendo una oración y llevarla a San Pedro a la tumba del Papa Woytyla, con quien se había encontrado personalmente en su viaje a Uganda: «Por favor, querido padre Karol, te ruego que nuestro hijo Julio encuentre la verdad». Alberto se encuentra ahora ante aquel lecho preguntándose aterrorizado: «¿Es mi hijo este maniquí deformado?».
Estimado punto cardinal de la salud:
Aquí tienes una humanidad señalada de una manera tan chocante y escandalosa, trastornada por un suceso que podía no haber ocurrido, pero que sí ha sucedido. Durante 56 días, muchos de ellos vividos colgado de un hilo entre la vida y la muerte, Julio está ingresado en el hospital, antes de pasar siete largos meses en el Centro Cardenal Ferrari, en Fontanellato, en provincia de Parma, en la planta de los «cocidos», «fritos» y «supercocidos», como los llama su padre, para salir del coma hasta la rehabilitación. Mientras tanto en Varese siguen las peregrinaciones a Monte Sacro, donde centenares de gentes vienen a rezar por Julio: todos rezan día y noche, durante meses, para pedir el milagro de la curación, además de dar gracias a Dios porque nada podrá asemejarse tanto a Cristo como el rostro de Julio, dando gracias por haberlo mirado cara a cara. Esta es la locura de la cruz de la que nacen acontecimientos impensables.
Leer para creer Fatti vivo [Hazte vivo], haciendo llegar a los padres sinodales el testimonio potente de hechos tozudos y los recursos poderosos de los que es capaz una familia cuando la fe es vida y amistad, sin poner barreras al dolor, tira abajo cualquier puerta y se abre al cúmulo de necesidades humanas: «¿Dónde está tu alma? ¿Está en algún sitio o se ha apagado? Y, sobre todo, ¿qué será de ti? ¿Alguien vivo, alguien muerto o un vegetal? Me faltas ya de una manera terrible. ¡Basta ya!». Incluso el roce de las sábanas se le hace insoportable a Alberto después del accidente. Fija su mirada en la pared donde está una foto de Wojtyla, retratado mientras sube al Sacro Monte de Varese y recuerda sus palabras: «¡No tengáis miedo! ¡No tengáis miedo de abrir las puertas a Cristo!». En el fondo yo te he pedido algo, recuerda Alberto, no puedo pensar que tu respuesta sea cruel.
Justo desde aquel momento «he comenzado a angustiarme por tu destino, Julio». Desde entonces la vida es otra cosa. Alberto ya no puede ser alguien en la historia, solo puede participar de la victoria de la pasión en el tiempo, sobre los hombres, aceptar el privilegio conmovido de quien lleva una cruz al lado de una cama de hospital. Estimado punto cardinal de la salud: la carne es el punto cardinal de la salvación, recuerda Alberto mirando el rostro de aquel hijo que no habla: «Cielo santo, ¿estás ahí?». Salta entonces como un acto reflejo condicionado por carne de laboratorio que no pasa por el cerebro, y mucho menos por el corazón, esa superficialidad insoportable que da largas al encarnizamiento terapéutico, a la eutanasia, al final de la vida, cualidad de la misma vida y de otras banalidades insoportables. Banalidades porque también se quedan vacías las verdades más profundas: resalta así de modo evidente que la mentira es una verdad enloquecida, usada frecuentemente para tapar la incapacidad de estar ante quien ya no es como querríamos que fuese.
Lo que se rompe en pedazos por amor: «julio» —escribe Alberto en las páginas más bellas de Fatti vivo [Hazte vivo]—, «te miro y te juro que la certeza más evidente de mi vida es que existes y que valdría la pena emplear el resto de mi vida en cuidarte, en cuidar de tu cuerpo y también de tu alma. Hay aquí una verdadera novedad que inesperadamente me deja estupefacto al comprobar que cuidar de ti es algo muy atractivo, es como una excursión sobre la montaña de la vida, un baño en los mares de la existencia, un aliento de aire puro (…). El dolor es inútil y triste solamente para quien nunca lo ha experimentado o para quien está completamente solo.
Después de dos meses en coma, nueve en camilla de ruedas, seis operaciones, un proceso de reeducación que continúa todavía hoy, Julio está aquí, más auténtico que antes, contento de volver a ser él. Quién es y cuál es la tarea que tiene por delante para llevarla a cabo está todo escrito en el libro, en el sorprendente último capítulo, que lleva como título La lucha con el ángel. A nosotros, capaces solo de cuatro cosillas, es decir, de casi nada, no nos queda más que intentar aprender cómo debe comportarse uno «para amar a Dios por lo que hace, y amar intensamente a los que él rompe en pedazos por amor», escribía Emmanuel Mounier a su mujer hablando de su hija pequeña Françoise. «¿Quién sabe si no se nos pide custodiar y adorar una hostia que está en medio de nosotros, sin olvidar la presencia divina oculta en una pobre materia ciega?»