«Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”. Él les dijo: “Cuando oréis decid: ‘Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación’»». (Lc 11,1-4)
La vida de oración es el verdadero indicador de nuestro grado de fe. Si rezo mucho es porque creo mucho y si rezo poco es porque creo poco. Parece excesivamente simple pero coincide mucho con la realidad.
Cuando vemos a personas de reconocida fe, hacer largos ratos de oración con los ojos clavados en el Sagrario, nos llenamos de sincera admiración y de sana envidia. Eso le pasó a los discípulos al ver a Jesús rezar. Le pidieron que les enseñase a rezar también a ellos, como los niños que cuando ven a su padre hacer una cosa “guay” se llenan de entusiasmo y se ponen a dar saltos gritando ¡yo también!, ¡yo también quiero! Las cosas de Dios son muy simples, pero nosotros algunas veces las hacemos complicadas y retorcidas, y otras veces, sencillamente, no las hacemos.
Dios existe, es Padre, está en el Cielo, es amor que se da y que se recibe. El único modo de participar de estas realidades que aunque no pueden tocarse pueden vivirse, el único modo de participar de la vida que Dios nos quiere dar es rezando. Cuando marcamos el teléfono de un buen amigo o de la persona de más confianza para contarle la última jugadita que nos han hecho en el trabajo, o el disgusto que me ha dado fulanita o la preocupación que tengo por la salud de mi padre, o el miedo que me da determinado asunto, nos parece muy normal pasarnos una hora al móvil. Al colgar parece que nos sentimos mejor, consolados y comprendidos.
Pero esta misma actitud no la solemos tener con Dios, y si la tenemos es breve, fugaz y sólo teórica por nuestra condición de creyentes. Solemos decir: “Voy a pedir por tal asunto” o decimos “reza por mí para que me salga bien tal cosa“. Muchas veces nuestras peticiones en la oración se parecen más a la lista de la compra que a una verdadera oración entendida como trato en amor con Dios.
Hay que remangarse definitivamente y crear en nosotros el hábito de charlar con Dios. Remangarse, digo, porque no parece tarea fácil a juzgar por lo extraño que resulta conocer a cristianos de verdadera oración. Cristianos de rezos en la Misa del domingo hay muchos, pero de oración diaria, de ratos solo para Dios, muy pocos.
Con el Padrenuestro y con él toda oración, Jesús les dio a los discípulos y a todos nosotros, su número de móvil personal. Es fácil marcarlo, sabemos desde pequeñitos el número. Lo malo es que lo marcamos y luego no hablamos, o simplemente ni lo marcamos. ¿Cuántos padrenuestros hemos rezado en nuestra vida sin enterarnos de lo que decimos? Yo tengo que reconocer que casi todos. Haz la prueba para comprender la paciencia de Dios. Llama un día a un amigo a su móvil y cuando te responda “digamé”, quédate callado. Haz esto a diario o sólo los domingos, verás que pronto tu amigo te pide cita para un psiquiatra.
Tenemos el móvil de nuestro mejor amigo y no lo usamos o lo usamos mal. Qué torpes somos o más bien dicho, que poca fe tenemos. El día que caigamos en la cuenta de que ese amigo es real, que es Padre y que es el sentido único de nuestras vidas, Aquel al que podemos llorar, compartir y rogar, ese día agotaremos la bateria del móvil hablando sólo con El. Ese día habremos rezado de verdad.
Jerónimo Barrio