¿Quién soy yo?
¿Qué será de mí?
¿Qué será de mi conciencia cuando haya muerto?
Estas son las preguntas más radicales que, a juicio de Miguel de Unamuno, se hace
el hombre a lo largo de su vida. Sin embargo, hoy día, en que se vive en lo provisional, en la pura banalidad, son cuestiones que quedan sin respuesta, porque, como decía Juan Pablo II, nunca ha sido el hombre más desconocido para sí mismo.
El hombre del siglo XXI vive cada día más alejado de Dios, imbuido en una situación de descreimiento y a merced de una falsa imagen de lo todo lo divino. “Sólo queremos ser hombres” parece ser la máxima que preside la actuación del hombre que se denomina a sí mismo moderno. Ya no le interesa la trascendencia ni la creencia en el más allá. Sólo es importante lo inmediato, es decir, el aquí y el ahora.
Según una visión “postmoderna” y “progresista” del hombre, éste quiere equipararse a la vida animal, al “mono desnudo”. Desgraciadamente hoy interesan más las focas y los “derechos del Simio”, que son temas a los que se presta mucha atención en los debates parlamentarios y en los medios de comunicación social, que a preservar en cambio la vida de los no nacidos, por citar un ejemplo.
Cerrados al gran don de ser hijos de Dios
El hombre de hoy se parece al hijo pródigo, que, sin valorar la grandeza de su condición, decide marchar de la casa paterna y aventurarse por “lejanos países”, en los que no existe la autoridad del padre. Un mundo sin normas, ni valores, que —según cree él— le permitirán vivir en total libertad. Pero pronto se da cuenta de la falsedad de su postura. Se convierte así en un ser a la intemperie, en total soledad y orfandad. El camino del dolor le abre los ojos y, “entrando dentro de sí”, decide recuperar su verdadera vocación, si bien se conforma con la situación de simple jornalero.
Hay muchos cristianos que también prefieren ser simples asalariados. Compromete menos que vivir abiertos al gran don de ser hijos. Ya sabemos del inmenso amor y generosidad del Padre, que lo recibe con los brazos abiertos y de la fiesta que celebra por la alegría de la recuperación del hijo perdido.
También podemos establecer un símil del hombre de nuestro tiempo con el hijo mayor, es decir, con aquel que, aunque cumple con sus “obligaciones” de hijo, no ha pasado de considerarlas como una carga; aquel que igualmente desearía conocer esos “países lejanos”, pero le falta decisión para marcharse. No es feliz: está lleno de rencor y envidia hacia su hermano. Quizá su situación es peor porque sólo quiere seguridad. No es capaz de sentir el gozo que reflejan las palabras del Padre: “Hijo mío, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo.”
El buen samaritano que lava las heridas
El hombre de nuestro siglo tampoco está lejos del hombre herido de la parábola del buen samaritano —tal como nos recuerda Benedicto XVI, en su libro “Jesús de Nazaret”—. Es un hombre alienado, despojado de su dignidad, sin valores de referencia, sin sentido de la vida, privado de sus raíces, de la condición de hijo amado de su Padre Dios. Es el mismo Jesús quien, como el buen samaritano, acude en su ayuda, lava sus heridas con vino y aceite —los sacramentos— y lo lleva a la posada —la Iglesia— para que se recupere.
Si los judíos piden una señal a Dios para creerle, también hoy le siguen exigiendo señales. No se acepta el aparente silencio de Dios y, sobre todo, lo que no se soporta es que no se doblegue a nuestra voluntad y deseos. Nos olvidamos de que “sus caminos no son nuestros caminos”…
En una época tan tecnológica como la nuestra, el hombre trata de utilizar para las cosas del espíritu el mismo método que para las ciencias experimentales. Sólo aceptamos lo que se puede medir o pesar, sin darnos cuenta que, como se dice en “El Principito” de Saint-Exupéry, lo esencial no se puede ver con los ojos, sólo con los del alma; pero a éstos se les presta poca atención. Necesitamos, hoy más que nunca, profundizar en “el hombre interior”, porque, como decía San Agustín, allí encontraremos a Dios. Allí se desvela, o al menos se atisba, el misterio del hombre.
Según el Concilio Vaticano II, Cristo revela al hombre quién es. Porque es un Dios encarnado, porque es verdadero Dios y verdadero hombre, es decir, hombre en plenitud, y porque es el rostro humano de Dios y al mismo tiempo el rostro divino del hombre.
A tientas por la vida chata
Buena parte de los problemas de esta sociedad se deben a que el ser humano es un desconocido para sí mismo. Le falta penetrar en el sentido de su vida, saber cuál es su misión, su meta, su camino. No sabe a qué atenerse; por eso, camina sin rumbo fijo. Eso sí, aunque no sepa muy bien la meta, todo lo vive aceleradamente, huyendo de sí mismo
Si nada es verdad, si todo vale, si el relativismo parece ser el único dogma del hombre moderno y el laicismo más radical es predicado a los cuatro vientos, el pesimismo se impone. El ser humano se encierra en un egoísmo sin límites, al tiempo que se deja llevar como una marioneta al son de los voceros de lo “políticamente correcto”.
La Iglesia, maestra de vida, tiene mucho que mostrar para que el hombre encuentre su camino y pueda vivir en plenitud. Sin embargo, son muchos los que tratan de taparle la boca, de encerrarla en la sacristía para que no moleste ni despierte esa nostalgia de Dios, esa sed de trascendencia que todo hombre lleva en lo profundo de su corazón.
Pero los cristianos no debemos caer en el pesimismo. Contamos con la gracia de Dios: “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” como dijo San Pablo. Tal vez de la misma manera que le ocurrió al hijo pródigo, en el dolor de un mundo sin alma, el hombre, incluso la humanidad entera, pueda abrir los ojos y, “entrando dentro de sí”, se dirija nuevamente a la Casa del Padre y recupere la dignidad y la felicidad perdidas.
Es necesario ponerse en camino ya. La fe y la esperanza nos alumbran.
Así lo recuerda esta breve poesía de Luis Rosales:
De noche iremos,
de noche.
Sin luna iremos,
sin luna.
Que para buscar la fuente,
sólo la sed nos alumbra.