«En aquel tiempo, los setenta y dos volvieron muy contentos y dijeron a Jesús: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre. Él les contestó: “Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”. En aquel momento, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar”. Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: “¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron”». (Lc 10,17-24)
El Señor todo lo hace nuevo. La Escritura tiene la cualidad de actualizarse de tal manera que las lecturas que se llevan proclamando siglos siempre son nuevas: es el capricho de lo eterno. De tal suerte que el mensaje siempre es el mismo: el amor a Dios y el amor al prójimo.
Hoy los setenta y dos discípulos escogidos por Jesús hacen presente a los setenta y dos ancianos colaboradores de Moisés, que a su vez simbolizan a todos los colaboradores del anuncio del Evangelio. A todos, a los de entonces, a los de ayer y a los de hoy. Es el misterio de la elección, porque no lo hemos escogido nosotros a Él; ha sido Él el que nos ha escogido. Eso sí , eres libre de declinar dicha elección. Este evangelio hace presente la nueva evangelización, y nos envía ¿cómo?: sin alforjas, sin sandalias, sin nada.
¡Ah, las sandalias! En el antiguo Israel las sandalias simbolizaban la posesión de algo material: quitarse las sandalias y echarlas en esa tierra quería decir que esa tierra era mía. Esto aparece en los salmos y en el Talmud. Ir sin sandalias, como han ido los franciscanos —hoy celebramos la festividad de San Francisco de Asís—, los carmelitas, etc. quiere decir que ellos no son de este mundo, son del cielo; sin sandalias, sin nada.
Así te escoge Dios, pobre, sin nada. Pero hemos descubierto que hay cosas que nos atan, que nos lastran, que llevamos los bolsillos llenos de ídolos. Y el Señor, lleno de misericordia, te lleva al desierto donde no hay vida fuera de Él. Donde no crece vegetación, solo hay “serpientes y escorpiones”, demonios que amenazan con el dolor y la muerte.
Finalmente, tras este éxodo, acorralado clamas al cielo: “Señor, tú eres mi Dios. Ten compasión de mí, la muerte me persigue. ¡Soy un pecador y no puedo más!”. Abres los ojos y te descubres a los pies de un leño; un leño que tiene el poder de abrir las aguas de la muerte, hacerte pasar por ellas, hacerte un hombre nuevo en el que la muerte no tiene poder. Y ¡gratis! tienes poder para pisotear serpientes y escorpiones. ¡Experimentas la vida eterna en una plenitud de un amor inmenso! Miras atrás y ves que hay uno que ha pagado por ti la deuda pendiente, la deuda de Adán.
Fijando la vista a los pies del leño ves a alguien que te es familiar: tu hombre viejo. Si has experimentado esto, si has experimentado “que Cristo crucificado muestra la esencia de Dios”, la belleza de su Amor, entonces podrás decir “sí” a la elección; podrás decir al mundo, a los hombres que sufren, que Dios es Amor, que la vida tiene sentido, que la muerte no tiene la última palabra; que al nombre de Cristo los demonios se someten. Y estarás contento, no por los signos que has visto sino por el bien que has podido hacer al prójimo, fruto de la gracia recibida de Dios y no de tus manos. Tu nombre estará escrito en el cielo, no porque eres bueno sino porque has dado lo que gratis has recibido: la vida, y esta, eterna.
Juan Manuel Balmes