«En aquel tiempo, se puso Jesús a recriminar a las ciudades donde había hecho casi todos sus milagros, porque no se habían convertido: “¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza. Os digo que el día del juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno. Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que en ti, habría durado hasta hoy. Os digo que el día del juicio le será más llevadero a Sodoma que a ti”» (Mt 10,20-24).
El pasaje del evangelio de hoy se relaciona, litúrgicamente, con dos textos que hablan claramente de salvación: Ex 2,11-15, que cuenta el salvamento de Moisés niño de las aguas del Nilo —constituyéndose en una prefiguración de la salvación del pueblo a través de las aguas del mar de las Cañas—, y Sal 68, que comienza precisamente así: «¡Sálvame, oh Dios, que estoy con el agua al cuello!» (v. 2).
De las seis ciudades que se mencionan, tres son extranjeras (Tiro, Sidón y Sodoma); las otras tres, judías (Corozaín, Betsaida y Cafarnaún). Además, las seis se emparejan dos a dos: Corozaín y Betsaida con Tiro y Sidón, y Cafarnaún con Sodoma (se percibe una insistencia del texto en esta última pareja). En todo caso, sobre las seis parece proyectarse una negra sombra, la de su condenación (la de las ciudades extranjeras como elemento de comparación para la suerte de las judías).
A primera vista, las ciudades —personificación de sus habitantes— caen del lado sombrío de la historia. Incluso la que parece salir mejor librada —Sodoma— es la que tradicionalmente tenía peor fama, ya que representaba el paradigma de la perdición. Recuérdese que el pecado de Sodoma —que le valdrá su destrucción— había consistido fundamentalmente en violar el sagrado deber de la hospitalidad al pretender abusar de los mensajeros del Señor, «invitados» forasteros alojados en casa de Lot (cf. Gn 19). Lo de la «sodomía», aunque pueda ser un agravante (la Biblia no ve con buenos ojos las relaciones homosexuales), no constituye el principal problema de Sodoma.
Esto nos pone sobre la pista del «mensaje» que quizá pretende transmitir el texto (o al menos uno de ellos): Cafarnaún, incluso más aún que Corozaín y Betsaida —este último el pueblo de Pedro y Andrés—, ha cometido el «pecado» de no acoger como corresponde a aquel que personifica y es la salvación, Jesús. Una salvación que se ha hecho presente por medio de los milagros (dynameis) que se han realizado en ella.
Aquí tenemos, pues, un buen punto para nuestra meditación: la acogida que dispensemos a Jesús se convertirá en la clave de nuestra salvación. El cuarto evangelio lo dice a su modo, poniendo en labios de Jesús las siguientes palabras: «Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3,17-19). Creer en Jesús —en el lenguaje joánico— es acogerlo y amarlo. Ojalá nosotros no caigamos en el «pecado» de Cafarnaún y sepamos convertirnos al Señor y acogerlo en nuestra casa.
Pedro Barrado