“El hombre lleva en sí un misterioso deseo de Dios… ¿Qué puede saciar verdaderamente el deseo del hombre?… cada deseo que se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que jamás sacia plenamente… el hombre es, en lo profundo, religioso, un mendigo de Dios” (Benedicto XVI).
El mendigo, desechado del mundo, deshecho por sus miserias, abandonado de todos está sentado a la vera del camino acumulando su basura miserable, cuando recibe la visita de un ángel, de un mensajero del Rey, que le trae una Buena Noticia, que le anuncia el kerigma y le invita al Banquete de Bodas del Hijo de su Señor, al Reino del Padre.
El mendigo confía en la palabra recibida, abandona su basura y se pone en camino movido por la fe, como Abrahán que “creyó contra toda esperanza”. El mendigo camina lleno de alegría porque le mueve la esperanza en alcanzar las promesas recibidas. El mendigo, a lo largo del camino, ya gusta de este amor gratuito del Padre manifestado en su Hijo, y enamorado de este amor ama, ama a amigos y enemigos, ama a sus hermanos del camino, porque la fe actúa en la caridad y se alegra con la esperanza.
El mendigo cae muchas veces, tropieza, abandona, se pierde, pero siempre se levanta ante la visita de cada ángel, de cada mensajero que le da una palabra, que le anuncia de nuevo el kerigma, que le tiende la mano y lo levanta, que lo ayuda a caminar, y hasta a veces, si no puede más, lo lleva sobre sus hombros.
Así vive el mendigo en esta vida, caminando hacia el Paraíso preparado por su Padre desde la creación del mundo.
tras el pan de la tristeza se sirve el pan de la alegría
Mas podemos preguntarnos por qué el mendigo se ha puesto en camino. La respuesta me la contó una hermana de la parroquia: Su hermano estaba muriéndose de cáncer en el hospital. Había llevado una vida alejada de la Iglesia, y al escuchar el evangelio de los invitados a bodas —“Haz entrar aquí a los pobres y ciegos, cojos y lisiados” (Lc 14,15-24)— exclamó espontáneamente: “¡Cuánta hambre tenían esos tíos, hermana!”.
Ya cerca de la muerte, este hombre, que había llevado una vida de mucho sufrimiento, dio con la clave: el hambre. El hambre del Reino de Dios que experimentan en esta vida todos los que sufren: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia porque ellos serán saciados” (Mt 5,6). Hambre y sed de Dios: “Como jadea la cierva tras las corrientes de agua, así jadea mi alma en pos de ti, mi Dios. Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo” (Sal 41). Hambre de la Casa del Padre, como el hijo pródigo que “se marchó a un país lejano, donde malgastó su hacienda”, y cuando llegó a mendigar por la comida de los cerdos gritó: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre!… Y levantándose partió hacia su padre” (Lc 15,11- 32).
Los pobres tienen hambre: “Bienaventurados los pobres de espíritu”. Los pobres siempre quieren comer: “Comed como pobres que sois y quedaréis saciados” decía San Agustín a los catecúmenos antes del bautismo (Ad competentes).
Tú y yo somos este mendigo; este es nuestro ser más profundo. Este deseo insaciable que todos llevamos dentro no es más que el hambre del mendigo, el hambre de Dios.
Bendita hambre, bendito deseo insaciable, que nos ha acercado a Cristo. ¡Oh feliz culpa! cantamos en el pregón pascual. Bendita hambre de Dios, más fuerte que nuestro orgullo y nuestra soberbia, más fuerte que nuestro apego a la basura o al dinero de este mundo. Bendita hambre de nuestro corazón insaciable que nos ha acercado a Cristo.
Javier Alba
1 comentario
Hermoso el mensaje del mendigo y el kerigma. En verdad soy un mendigo en busca del amor de Dios para calmar el hambre que tengo del Creador de la vida, de Jesús, su hijo, y del Paraclito.