«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra”». (Mt 13, 44-46)
El Evangelio nos presenta dos de las parábolas de Jesús acerca del Reino de los Cielos. Son dos comparaciones muy breves pero enjundiosas, que no solo nos hablan del gran valor del Reino de Dios sino también de la actitud de los hombres para alcanzarlo y conservarlo.
El tesoro y la perla son imágenes de nuestra vocación cristiana, es decir, de nuestra llamada a ser santos en las circunstancias concretas de cada día. Nadie puede decir que no ha recibido ese tesoro, pues Dios llama a cada uno con una vocación personal. Ese tesoro escondido, esa perla preciosa, es algo por lo que vale la pena entregar la vida entera: es la razón de nuestro vivir y la fuente de nuestro amor y de nuestra alegría. La vocación expresa nuestro lugar en el mundo, donde Dios nos pone para servirle a Él y a los demás. Para algunos es una llamada al sacerdocio o a la vida religiosa. Para la mayoría de los cristianos es la santificación en medio del mundo a través de los deberes familiares, profesionales y sociales.
Dios sitúa ante nosotros ese tesoro de la vocación en un momento concreto de nuestra vida para que lo acojamos y lo custodiemos. Es la hora de arriesgar por Dios —como le gustaba decir al Beato John Henry Newman— con la seguridad de que Él nunca abandona. Sin embargo, la respuesta a la llamada exige una renovación constante y una entrega diaria. El Señor nos sigue llamando cada día, y cada día hemos de volver a arriesgar todo por Él.
En ocasiones puede venir la tentación de pensar que nos hemos equivocado de tesoro, que la elección que hicimos un día no fue la más acertada, que estaríamos mejor en otro lugar, que en otras circunstancias podríamos servir mejor al Reino de Dios… En ese estado anímico el corazón queda expuesto a la comparación o a la envidia, y la imaginación busca consuelo en una fantasía que aleja de la realidad y adormece la voluntad. San Josemaría solía llamar a esta situación del alma mística hojalatera, “hecha de ensueños vanos y de falsos idealismos: ¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esa profesión, ojalá tuviera más salud, o menos años, o más tiempo!”.
En esos momentos habremos de pensar que allí donde estamos se encuentra nuestro lugar en el mundo. No queramos huir. Descubramos precisamente ahí —en nuestras personales circunstancias de salud y trabajo, en el seno de nuestra familia, en los avatares de nuestra sociedad— el gran tesoro que Dios ha puesto en nuestras manos.
La luz de nuestra vocación cristiana nos ayuda a descifrar el propio pasado, a dar sentido a las circunstancias presentes y a aceptar el futuro con alegría y esperanza.
Juan Alonso