En artículos anteriores hemos analizado la vida de relación amorosa desde una perspectiva humanista, a la luz de cuanto nos enseña la propia experiencia y la investigación actual sobre el ser humano. En este momento, podemos abrir una ventana para contemplar, siquiera brevemente, el horizonte que abre la fe cristiana a nuestra vida de compromiso amoroso.
A la luz de la teoría de los ámbitos y del encuentro desarrollada anteriormente, descubrimos que tal horizonte amplía de forma insospechada nuestras posibilidades de vida, no las amengua, pues se halla en la misma línea de perfeccionamiento de nuestro ser personal.
Hacia la culminación en el Amor
En el juzgado, los contrayentes se comprometen a cumplir la ley que regula la vida matrimonial. Esta ley no alude a la calidad de la forma de unión que se crea con tal compromiso. En cambio, dar al matrimonio un carácter cristiano implica prometer que uno va a esforzarse en crear con el cónyuge un modo de unidad cada día más valioso, más semejante a la unidad que tenía Jesús, el Maestro, con el Padre y con los hombres; unidad de condición tan alta que le llevó a dar la vida por amigos y enemigos.
Al unirse de esta manera, los esposos se convierten en portavoces del universo. Desde la perspectiva cristiana, el mundo fue creado por amor y debe volver a su origen, que es el Amor. Toda realidad, al existir en unidad dinámica con las demás, está inmersa en ese círculo amoroso. El astro, al mantenerse fiel a su órbita, glorifica al Creador, pero no lo sabe ni lo quiere. Y lo mismo la planta, en cuanto vive unida ecológicamente al entorno y logra su plenitud al exhibir sus bellas formas y exhalar su perfume. Quien lo sabe y debe quererlo es el ser humano. Sabe que la meta de su vida, su ideal, su vocación más honda como persona es crear las formas más valiosas de unidad y retornar así, consciente y libremente, al Creador, que se define como Amor. Al prometer que van a instaurar entre ellos ese modo de unión eminente que es un hogar, los novios dan voz a todas las realidades del universo y cierran el circuito de amor iniciado en el momento de la Creación. Alcanzan, de este modo, su máxima dignidad, se ajustan plenamente a su verdad. Y la verdad nos da vigor y alegría.
Por el contrario, el que provoca la escisión con las demás personas y con la naturaleza bloquea la marcha del universo hacia la unidad y vive en un estado de falsedad radical. Esta mentira nuclear nos enferma como personas y anula de raíz la posibilidad de la alegría y la felicidad. «La alegría anuncia siempre que la vida ha triunfado», escribió bellamente el gran filósofo francés Henri Bergson[1]. El mayor triunfo que podemos conseguir es sintonizar nuestra vida con el espíritu de unidad que late en todo el universo.
Al percatarse de que su amor es una participación en el Amor que dio origen al mundo ‒cuyo último componente viene dado por energías estructuradas e interrelacionadas‒, los esposos ven maravillados que su matrimonio es una realidad excepcionalmente grande, por revelar en una figura visible una realidad misteriosa y presentar, por tanto, un carácter sacramental.
Esta alta estima de la unidad conyugal se incrementa al oír la gran promesa de Jesús: «… Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos» (Mt. 18, 20). Unirse en nombre de Jesús significa seguir su ejemplo y crear vínculos con una actitud de generosidad ab-soluta, es decir, libre de todo condicionamiento interesado. Los esposos que se hallan dispuestos a consagrar su vida al logro de la felicidad del cónyuge saben que Jesús está en medio de ellos con un modo muy real y eficiente de presencia. Ese Jesús presente constituye la mayor fuente de energía de los esposos, la que les permite crear incesantemente su relación amorosa y elevar su calidad.
Al hacerlo, el cristiano vive eclesialmente y contribuye a incrementar la comunidad eclesial, a cuya corriente de vida está adherido por el bautismo. Los que se casan religiosamente fundan una familia dentro del ámbito de vida eclesial, para cumplir el designio de Dios sobre ellos y colaborar en Su obra creadora y redentora.
Visto así, el matrimonio cristiano presenta un ensamblaje múltiple de ámbitos o realidades abiertas. Dos personas ‒que son ámbitos especialmente dotados‒ se entreveran para crear un ámbito de mayor envergadura: el encuentro matrimonial, el hogar. Al insertar este ámbito en el ámbito de vida espiritual que es la Iglesia, fundan un ámbito todavía más amplio y rico de posibilidades. Pensemos en la trama de interrelaciones fecundas que se crea cuando los esposos viven conjuntamente la vida eclesial, e insertan a sus hijos en la vida sacramental de la Iglesia, y todos unidos consagran su familia a la gran tarea de instaurar el Reino de Dios en la tierra.
Casarse religiosamente no se reduce a realizar una bella ceremonia en el marco solemne de un templo; implica toda una actitud ante la vida: la decisión de sumergir la vida familiar en la corriente de creatividad espiritual que procede de Cristo Resucitado, de su voluntad de transfigurar la vida humana mediante la participación comunitaria en una vida de auténtico amor. «Padre santo ‒exclama Jesús en la Oración Sacerdotal‒, protege tú mismo a los que me has confiado, para que sean uno como lo somos nosotros». «Ahora me voy contigo, y hablo así mientras estoy en el mundo para que los inunde mi alegría» (Jn 17, 11-13).
En esta grandiosa labor de crear una forma trinitaria de unidad ‒origen y meta de la vida cristiana‒ colaboran de forma relevante los esposos que viven religiosamente su unidad matrimonial.
Mirada al futuro
En estos artículos hemos recorrido un camino que nos ha permitido descubrir que el encuentro decide la calidad de nuestra vida como personas. Pero encontrarse de veras exige asumir grandes valores y convertirlos en virtudes, es decir, en el impulso interior de un obrar recto y digno de una persona. En momentos de cansancio espiritual podemos estimar que la tarea de amarnos como personas es demasiado difícil y, por tanto, la única actitud realista es reducirnos a sacarle a la vida algunas migajas de goce. Quizá más de un lector sienta la tentación de decirme al oído más o menos lo siguiente:
«Es maravilloso ese horizonte que me abres de un amor generoso que se está creando sin pausa y ascendiendo a niveles cada vez más altos de entrega y comprensión mutuas. Pero a mí me basta lo que tiene el amor de placentero y excitante. Renuncio a cuanto me prive del encanto de las sensaciones inmediatas».
No es recomendable esta actitud, amigos. Vosotros y yo somos personas y por ley natural debemos crecer, tanto en el aspecto biológico como en el espiritual. Renunciar a elevarse a un nivel de mayor perfección en el arte de amar es contradecir una exigencia de nuestra realidad, que lleva en sí misma, como una marca de origen, la tendencia a una forma de felicidad sólo posible cuando creamos modos de unidad muy valiosos con las realidades del entorno, sobre todo con las personas.
Crear estas formas eminentes de relación nos parece inaccesible si vivimos en el nivel 1, dominados por el afán de acumular sensaciones placenteras. Pero, cuando adoptamos la actitud de generosidad que nos pide el ideal de la unidad y descubrimos el entusiasmo que nos produce mirar juntos en una misma dirección valiosa (nivel 2), surge en nosotros una energía interior que nos facilita al máximo el ejercicio de las virtudes y la creación de toda clase de encuentros fecundos. Una vez inmersos en una trama de encuentros ilusionantes, sentimos que la vida humana desarrollada en el nivel 1 es un mero remedo de la vida verdadera, que consiste en vivir unidos para hacer el bien en común (niveles 2, 3 y 4). Ésta es nuestra meta, y vale la pena empeñarse en lograrla.
Alfonso López Quintás
L´énergie spirituelle, PUF, París 321944, p. 4. ↑