expresión de la alianza divina revelada en Cristo
Juan Pablo II decía que el matrimonio es una “comunión de amor indisoluble”. Esta frase se comprende bien si se considera el proyecto original de Dios con el hombre. Dios crea por amor para manifestar su amor y que el hombre participe del amor; y así vivir el Amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
En el primer relato de la creación, el Génesis nos dice: “Y creo Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; varón y hembra los creó” (1, 27). E inmediatamente después, antes de la caída original, les da Su bendición y les invita a multiplicarse: “Y los bendijo Dios y les dijo: ‘Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla” (1, 28).
Dios crea al hombre varón y mujer, y establece así la institución matrimonial originaria, que va a hacer posible que el amor que originó la creación del primer hombre siga vivo y latente en la primera cooperación que Dios pide al hombre: dar vida a todos los demás seres humanos hasta el final de los tiempos, como fruto de ese amor. El matrimonio se presenta así como la institución humana y sobrenatural que origina la corriente de amor que sostiene toda la creación, que hace presente el amor de Dios en la tierra.
Es por ello que el sentido sobrenatural del matrimonio está ya inscrito en el matrimonio natural desde el principio. Cristo concreta ese sentido divino del estado originario constituyendo el Matrimonio-Sacramento, en la nueva economía de la Redención.
El Catecismo de la Iglesia Católica trata de recordar estas verdades: “La alianza de los esposos está integrada en la alianza de Dios con los hombres: “el auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino” (Catecismo, 1639). “Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina”(Catecismo, 1640).
no es un contrato, es una comunidad de amor
Estas características naturales del matrimonio han estado bien marcadas en cualquier civilización, en cualquier tiempo. No obstante las acomodaciones y variaciones que el hombre ha introducido en el cooperar libre y voluntariamente con los planes de Dios, pueden ser interpretadas en un sentido reductivo. Y eso, por desgracia, ha sucedido en el ámbito de la sociedad civil, y en el ámbito del pensamiento religioso.
Quizá los católicos, y con nosotros, todos los cristianos, nos hayamos dejado influir demasiado por la afirmación de la Constitución francesa de 1791: “La ley no considera el matrimonio más que como un contrato civil”; y hemos reducido la perspectiva desde la que contemplamos el matrimonio, llegando a considerarlo, sin más, una simple relación entre el hombre y la mujer, como una más de las muchas existentes.
En esta definición, la primera en Europa de este tipo, el matrimonio es considerado apenas un acuerdo entre partes como puede ser un contrato de compra y venta, de arrendamiento público o privado. El matrimonio queda así reducido a una simple cuestión legal entre dos personas, hombre y mujer. Y, lógicamente, como en cualquier acuerdo de este tipo, los compromisos y las condiciones son variables, según las circunstancias y la voluntad de las partes.
En efecto, si se considera –como hizo la Constitución francesa de 1791-, que toda la naturaleza originaria del matrimonio se puede resumir diciendo que es “un contrato” entre las partes contrayentes, en realidad se prescinde de lo que constituye la naturaleza del matrimonio, y se concede a la libertad y a la voluntad del hombre la capacidad de establecer todos los términos y las condiciones del contrato.
No se tiene en cuenta que la acción libre y voluntaria por la cual el hombre y la mujer desean unir sus vidas en matrimonio, lleva consigo aceptar una estructura básica y establecida de su convivir, a la que se debe conformar su libertad. Ciertamente, a nadie se le puede imponer casarse, porque sería contrario a la libertad; no es, sin embargo, contrario a la libertad el que, en plena libertad de consentimiento, el hombre y la mujer acepten lo establecido por Dios, la “naturalidad”, la “naturaleza” del matrimonio; y deseen vincularse de esa manera.
escuela de vida creciente
El matrimonio que está en la mente de Dios al comenzar la creación: “varón y hembra los creó”; y les encomendó: “creced y multiplicaos”, y que no ha sido modificado por el pecado original; es muy distinto.
Para comprometerse en un acuerdo legal, en un contrato, el hombre no necesita poner en juego todas sus energías; le basta sencillamente ser libre, usar un poco de inteligencia y sopesar las consecuencias del compromiso que va a adquirir. En el matrimonio cristiano, por el contrario, el hombre y la mujer no se limitan a poner en juego una parte de sí mismos: su voluntad, sus gustos, su tiempo, sus proyectos,… No. El compromiso personal que el matrimonio, querido por Dios desde el principio, comporta una decisión de poner toda la persona al servicio de un proyecto de vida compartido con otra persona, y con los hijos que nazcan de esa unión.
El compromiso matrimonial se extiende y abarca a todos los niveles de la persona humana, a toda la persona humana. Por eso en el matrimonio no tendría sentido, por ejemplo, establecer una carta de los derechos y de los deberes del marido y otra carta semejante para la esposa, para que cada uno de ellos “supiera a qué atenerse”, en sus relaciones con el otro, con la otra.
El amor que está en la base del matrimonio ni necesita, ni exige, ni sabe de derechos y de deberes. Sabe que todo lo que sea necesario para el bien del marido, de la esposa, de los hijos, puede convertirse en deber y en el derecho de llevarlo a cabo, aun a costa de la propia vida, si eso fuera necesario.
unidos por la fe, sellados por la gracia
Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el matrimonio está en el origen mismo de la humanidad, y nace con ella, y desde el principio ha tenido unas características propias que lo configuran de manera definitiva. Esta verdad está muy bien expresada en el siguiente párrafo de la Gaudium et Spes: “Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, también ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina” (n. 48, 1).
A lo largo de los siglos, de las civilizaciones y las culturas, el hombre ha ido añadiendo detalles aquí y allí, y ha ido configurando el matrimonio de una manera o de otra. El núcleo que lo constituye sigue siendo el mismo. No puede cambiar. Con esas actuaciones, el hombre ha confirmado el plan de Dios y ha confirmado también que el sentido familiar, basado en la unión estable de un hombre y de una mujer –“se dan y se reciben mutuamente”-, se encuentra en la base de todas las agrupaciones humanas, desde el primer momento de la aparición del hombre sobre la tierra, de todas las civilizaciones, de todas las culturas. Sin familia no se origina jamás cultura.
Si así ha sido desde el principio, es preciso reconocer el interés de Dios en la realidad de cada matrimonio. “La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1603).
Estos “rasgos comunes y permanentes” son también las características originarias que configuran la naturaleza del matrimonio: “Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal está ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con la que se ciñen como con su corona propia” (Gaudium et spes. 48). El matrimonio natural aparece ya desde el comienzo con las características que la Iglesia subraya: unidad, indisolubilidad y apertura a la vida. Así se presenta en el plan originario de Dios.