“Habéis oído que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pero yo os digo: todo el que ama a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón. Si tu ojo derecho te induce a pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero a la gehena. Si tu mano derecha te induce a pecar, córtatela y tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero a la gehena.
Se dijo: “El que repudie a su mujer que le dé acta de repudio”. Pero yo os digo que si uno repudia a su mujer –no hablo de una unión ilegítima- la induce a cometer adulterio, y el que se casa con la repudiada comete adulterio” (San Mateo 5, 27-32).
COMENTARIO
Desde dos perspectivas distintas analiza Jesús la intangibilidad del sacramento del matrimonio, a saber, la infidelidad, ya sea de pensamiento como de obra, es decir, bien porque el marido desee con el pensamiento a otra mujer, o porque la esposa desee con el pensamiento a otro hombre, o bien, porque el marido cohabite con otra mujer distinta de la esposa, o esta lo haga con otro hombre distinto del marido, y por supuesto, exista o no consentimiento del otro para realizarlo. La matización, aunque innecesaria, parece oportuna porque, curiosamente, Jesús solo se refiere en este caso al adulterio del marido como si este pecado fuera únicamente un acto propio del hombre y no de la mujer: “…todo el que ama a otra mujer deseándola…”. Es claro, no obstante, que la admonición se entiende y vale para ambos, hombre y mujer, aunque su aparente parcialidad parece poner de relieve que el adulterio masculino era el más frecuente y significativo.
El mismo evangelista vuelve sobre el tema en lo que se titula como el discurso escatológico, Mateo 19, 1-12, y esta vez, por la pregunta que le formularon los fariseos a resultas de la ley mosaica del repudio, y Jesús, que acaba de abolirla para siempre, justifica la inviolabilidad del matrimonio con la doctrina de que los unidos por ese vínculo, hombre y mujer, ya “no son dos”, pues son “una sola carne”, y concluye diciendo que “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. Y como insistieran los fariseos sobre los motivos por los que Moisés permitiera al esposo repudiar a la esposa, lo que llegó a realizarse luego por los motivos más pueriles, Jesús les repuso: “Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no era así”. La apostilla de sus discípulos a este respecto resulta muy curiosa, pues replicaron de modo hartamente inapropiado: “Si esa es la situación del hombre con la mujer no trae cuenta casarse”.
Y no me resisto a concluir este comentario sin traer a cuenta la deliciosa cara de san Pablo a los Corintios, 7, 1-30, en la que trata el tema del matrimonio y de la virginidad. A este respecto, con la misma parcialidad de Jesús, el apóstol de los gentiles comienza diciendo: “Acerca de lo que habéis escrito, es bueno que el hombre no toque mujer”. Es evidente que el apóstol considera el matrimonio como un remedio contra la inmoralidad. Y respecto de su indisolubilidad, resulta igualmente concluyente: “A los casados les ordeno, no yo sino el Señor: que la mujer no se separe del marido; pero si se separa que permanezca sin casarse o que se reconcilie con el marido; y que el marido no repudie a la mujer”.
No parece del todo ocioso que en estos tiempos del “divorcio exprés” y de una evidente y peligrosa fragilidad matrimonial, que consideremos los católicos estas cuestiones que son de fe.