Se suscitó una discusión entre ellos sobre quién de ellos sería el mayor. Conociendo Jesús lo que pensaban en su corazón, tomó a un niño, le puso a su lado, y les dijo: «El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado; pues el más pequeño de entre vosotros, ése es mayor.»
Tomando Juan la palabra, dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y tratamos de impedírselo, porque no viene con nosotros.» Pero Jesús le dijo: «No se lo impidáis, pues el que no está contra vosotros está por vosotros» (San Lucas 9, 46-50).
COMENTARIO
Que Dios haya escogido el camino del sufrimiento, del servicio y de la humildad para manifestarse a nosotros, es debido a que su grandeza, su poder y su gloria, no son ajenos ni pueden separarse de su amor misericordioso. Tan grande como su poder para crear el mundo es su misericordia para redimirlo.
El amor no mira a nadie por encima del hombro ni se ensalza a sí mismo, sino que se complace en servir, anonadándose a sí mismo como ha hecho Cristo. Buscar la propia gloria pone de manifiesto la propia pequeñez y vaciedad. Si él que es grande se abaja, cuanto más nosotros que tenemos tanto por lo que abajarnos. Él se hizo el último, el menor y el siervo de todos, vaciándose por nosotros, por lo que sus discípulos debemos hacernos pequeños para mostrar a Cristo. Pequeño es el que se abandona en las manos del Señor, como Cristo, que siendo igual al Padre, se somete a su voluntad.
Nuestra verdadera grandeza y nuestra plena realización están en sabernos situar como creaturas ante el creador. No hay mayor gloria de Dios que la humillación de Cristo que se abandona en su voluntad de salvarnos: “Este es mi Hijo amado en quien me complazco.”
El discípulo no es enviado en sus fuerzas sino en el nombre y el poder del Señor, para llevar a los hombres a Cristo. Es su poder el que brilla mediante nuestra humillación. En el amor de Cristo, la humillación del hombre es “su grandeza de alma” como diría San Ignacio de Antioquia. Hace falta grandeza de alma para negarse a sí mismo por el amor de Dios y del prójimo.