Jesús dijo a la gente: “Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él. Desde los días de Juan, el Bautista, hasta ahora se hace violencia del reino contra Dios, y gente violenta quiere arrebatárselo. Los profetas y la Ley han profetizado hasta que vino Juan; él es Elías, el que tenía que venir, con tal que queráis admitirlo. El que tenga oídos que escuche.” Mateo 11, 11-15
Si el reino de Dios está en el corazón de cada hombre y no hay que buscarlo fuera pues está deslocalizado de todo lo que sea físico o finito, lo mismo ocurre con el cielo prometido, que no es otra cosa que la realización gloriosa del reino que se anuncia en la tierra a cada hombre según las luces y el entendimiento que recibió de Dios.
Y por más que levantemos los ojos a lo alto y busquemos por encima de las nubes, o en la inmensidad del firmamento, algún vestigio de la gloria que nos espera, será imposible que acertemos a atisbarla, porque la tierra y el cielo que conocemos son dos realidades desconectadas en lo físico, lo racional y lo cósmico, de ese otro “reino de los cielos” de que nos habla Jesús, y así como sabemos que la tierra y el cielo que nos cobijan están aquí, junto a nosotros, y podemos verlos y apreciarlos, el otro cielo, el de Jesús, es de otra dimensión, es una realidad espiritual que está fuera del tiempo y del espacio, y se corresponde con el misterio infinito e inabarcable de la contemplación de Dios.
Y así, todo aquello que nos parece perfecto en este mundo, palidece y se minimiza ante la gloria que nos espera, y cobra sentido y significado lo que nos dice Jesús en el Evangelio de este día: “Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él”. El más grande aquí, en la tierra, es pequeño e insignificante en el cielo.
Y que nadie piense que tal afirmación presupone un demérito para Juan, el Bautista, que fue puesto por Jesús a la cabeza del escalafón de los hombres de su tiempo. Juan no pierde por ello ni un ápice de la consideración que merece en su perspectiva humana y terrena, y seguirá siendo grande en la memoria de sus contemporáneos y de las generaciones futuras. Lo que Jesús pone de manifiesto es lo efímero y transitorio de nuestro paso por la tierra, donde todo lo ganaremos si al final de nuestra vida alcanzamos la gloria, o todo lo perderemos si fracasamos en el intento. Y ser conscientes de ello no es una traba para perseverar o una razón para el desaliento de los que todavía caminamos en este mundo, muy al contrario, debe constituir el acicate máximo, la motivación definitiva para que al final de la vida podamos decir con san Pablo:” He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe”.
Advirtamos el profundo cambio que se produce en los mensajes para la salvación del pueblo desde la aparición de Juan en el Jordán, pues con él culminan y concluyen los mensajes proféticos del mesianismo. “Los profetas y la Ley han profetizado hasta que vino Juan”, dice Jesús, Juan es por tanto el Elías anunciado, y el Mesías ya está entre nosotros, “el que tenga oídos que escuche”.