«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada”». (Jn 16, 20-23a)
Es habitual oír preguntar, incluso a muchos cristianos, por qué parece que triunfa el mal, qué hace Dios con la que está cayendo. Más o menos como debían estar los discípulos viendo a Jesús resucitado cuando les anuncia su marcha.
Es fácil olvidar este Evangelio y las palabras de Jesús en su despedida. Todos tenemos tendencia a fijarnos en la Cruz, sin ver que esta tiene una segunda parte: nos olvidamos que el hecho de este supuesto abandono por parte de Jesus nos abre la puerta del cielo definitivamente, incorporándonos por el bautismo a su propia resurrección y metiendo nuestra cabeza allí donde Dios planeó desde el primer momento que deberíamos estar.
Jesús es el primer hombre que vuelve al paraíso, mostrándonos el camino a seguir, como dicen los artículos 666 y 667 del catecismo: «Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente. Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo».
Por esto no es entendible que, como cristianos, no hagamos presente al mundo esta sabiduría que es la base de nuestra fe y la razón de la esperanza que nos debiera permitir enfrentarnos a las dificultades de la vida con la certeza de la salvación.
El problema es que mantener viva esta llama implica una conversión, un deseo de nuestro corazón de que este Jesucristo se haga carne en nosotros, y siempre ponemos barreras. Porque, como a Eva, el Enemigo se encarga de hacernos ver que vivir esa vida está fuera de nuestro alcance.
Cristo no es una figura que pasó ni un recuerdo histórico, sino que vive e intercede por nosotros. La comunión con Él, la vida en Cristo, alimenta nuestro deseo de que la gracia nos transforme, llevándonos a vivir una vida sobrenatural, y ciertos en la esperanza que no defrauda.
El mundo vive a toda velocidad en el sinsentido, afanado en mil cosas para tapar la falta de esperanza que hace la vida una pesada carga, y es por eso que nosotros, la Iglesia, como en cada generación, debemos anunciar al mundo este testimonio de confianza en que el mal no ha de prevalecer, para lo que debemos mantenernos alerta buscando la santidad, acercándonos con confianza al sacramento de la Penitencia, que hace revivir en nosotros la vida sobrenatural recibida del bautismo y nos permite recomenzar cada día.
Y tú, ¿has perdido esta esperanza? ¿Qué vas a hacer para recuperarla?
Antonio Simón