«En aquel tiempo, llegó Jesús a la otra orilla, a la región de los gerasenos. Desde el cementerio, dos endemoniados salieron a su encuentro; eran tan furiosos que nadie se atrevía a transitar por aquel camino. Y le dijeron a gritos: “¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?”. Una gran piara de cerdos a distancia estaba hozando. Los demonios le rogaron: “Si nos echas, mándanos a la piara”. Jesús les dijo: “Id”. Salieron y se metieron en los cerdos. Y la piara entera se abalanzó acantilado abajo y se ahogó en el agua. Los porquerizos huyeron al pueblo y lo contaron todo, incluyendo lo de los endemoniados. Entonces el pueblo entero salió a donde estaba Jesús y, al verlo, le rogaron que se marchara de su país». (Mt 8, 28-34)
Como señala este pasaje del evangelio, Jesús llega a la otra orilla, sale de su entorno, y los endemoniados van a su encuentro. Fácilmente nosotros podemos vernos reflejados en ellos. ¿Cuáles son mis “demonios”, los que me hacen ir por la vida a rastras, con pena, con ira, sin aliento, tan furioso que nadie se atreve a toserme? Quizá seamos los porquerizos, que siendo testigos del prodigio huyen escandalizados, puede que lamentándose por haber perdido los bienes materiales. O las mismas gentes del pueblo, que siguen en su mezquindad sin querer enterarse de nada.
Sorprende que los demonios conozcan y reconozcan al Hijo de Dios, y no duden del poder de quien tienen delante; mientras las gentes permanecen con el corazón endurecido. Saben que Jesús ha hecho algo grande pero prefieren seguir como están y le ruegan que se marche. ¡Así somos! “Vino (la Palabra) a los suyos, y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11). Y es que Cristo, aun capaz de dominar las fuerzas del mal es todo un caballero que respeta nuestra libertad. Ese es el amor verdadero, el amor generoso a raudales, el que propone y no impone, el que da la vida, tantas veces a cambio de nada…
Los porqueros no entendieron. Ojala el ejemplo de Cristo nos abra un poco los ojos y el corazón, y empecemos a comprender y a vivir como cristianos, sabiendo quién es Cristo y de dónde nos ha rescatado. ¡Ayúdame, Señor, a responderte con generosidad, más allá de los vaivenes de mis sensaciones, de mis pendulares sentimientos… Solo con tu luz y tu fuerza podré expulsar toda clase de mal y pecado de mi vida!
El demonio es el destructor de lo divino en el mundo, y su poder es profuso, no solo por su fuerza sino por su astucia. Los múltiples disfraces y caras que adopta hacen que su reconocimiento a veces sea complicado. Y esa es su principal victoria. Conoce nuestros puntos flacos y cuando menos lo esperamos, ¡zas!, ahí está con sus proposiciones sibilinas: el orgullo, la comodidad, la duda, la vanidad, el egoísmo, la soberbia, la ira… Hay que defender con uñas y dientes las gracias que Dios nos concede porque el demonio es hábil y presto para arrebatárnoslas. Su terreno, de apariencia idílica, siempre es cenagoso y su viscosidad nos hace sumirnos en arenas movedizas. Pero contamos con el escudo imbatible de la oración y demás armas de la luz. El pueblo se resiste a ver el poder sobre el mal que tiene Jesucristo, porque reconocerlo implica cambiar de vida, transformarse. No siempre se está dispuesto a cambiar. Que Dios nos ayude a desearlo, pues eso ya es un paso.