«En aquel tiempo, decía Jesús: “¿A qué se parece el reino de Dios? ¿A qué lo compararé? Se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas”. Y añadió: “¿A qué compararé el reino de Dios? Se parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta». (Lc 13,18-21)
Palabra corta y a lo mejor insignificante, como los ejemplos que pone hoy Jesús en su enseñanza. Para entender esta Palabra hay que nacer de nuevo, como le dijo Jesús a Nicodemo. Seguramente que al oír «Reino de los cielos» nos viene a la cabeza algo grande. También piensan algunos que el Mesías vendrá a lo grande. El poder se asocia a lo grandioso, a lo majestuoso, a lo… no me sale la palabra, pero será alguna que acabe en «ioso». Ya nos confundió el Señor con su lección al hacerse hombre en la carne en una sencilla muchacha; y nos volvió a sorprender con su nacimiento en un establo y con dificultades, rodeado de pobre gente, y no digamos aún, de su rescate a través de la muerte en la cruz como un malhechor.
«Hay que nacer de nuevo»: entonces comprenderemos que el Reino de los cielos está edificado en aquellos que desde su debilidad y pobreza descubren el poder de Dios. «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». Este secreto escondido a los ángeles, y que el Señor le reveló a Pablo, le hace partícipe de este Reino de los cielos, al igual que a María y a todos los santos de todos los tiempos.
En su fe, hoy tú y yo podemos descansar, podemos estar seguros, pero, sobre todo, podemos aprender el camino para llegar a ese Reino que tantas veces buscamos en nuestros conocimientos, seguridades y fortalezas.
Ángel Pérez Martín