«En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: “¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida”». (Lucas 19, 41-44)
Desde siempre me ha llamdo la atención el dato de que en los Evangelios nunca aparece Jesucristo «riendo». No hay episodios de «risa» en el Evangelio. Jesús, verdadero hombre, seguramente tambien reiría alguna vez, mostraría su humanidad riendo, como uno de nosotros. Pero en el Nuevo Testamento no hay risas. Jesús, en contraste, y tras las bienaventuranzas (Mt 5,1-12; Lc 6,20-23), incluye una lista de ayes que incluye un (Lc 6,10) «¡Ay de los que reís ahora! porque tendréis aflicción y llanto!».
La risa es efímera. Tiene un «ahora» pero pronto pasa. Es más, anuncia «el llanto». Los ricos (los que no necesitan de nada; por tener tienen hasta pobres con quien compararse), los hartos (saciados, pero insatisfechos, anhelando más y más), los que tienen buena imagen («cuando todos los hombres hablen bien de vosotros») y los que ríen (porque tienen un ahora, un instante eufórico) no ven lo que se les viene encima.
Jesús está entre los que lloran. «Bienaventurados los que llorais ahora, porque reiréis” (Mt 5,5; Lc 6,21). El llanto tambien tiene un «ahora», pero da paso a la alegría, a la dicha, a la felicidad.
Jesús lloró ante su amigo Lázaro, difunto. Ante Jerusalén llora y le habla. Le llama por su nombre entre lágrimas: «¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz!«. Porque Jerusalén tiene un nombre reservado a ella; la ciudad de la paz, la “ciudad de Dios» (Sal 87,2). Con el nombre una persona recibe su misión. La imposición del nombre marca para siempre. El Señor directamente pone el nombre (no te llamarás más Jacob), los arcángeles (le pondrás por nombre Enmmanuel), los patriarcas, los profetas, el pueblo, una batalla, un sacerdote etc. atribuyen un nombre que es constitutivo. Por ello Jesús le impreca acerca de su misión; al menos ella debería ser consciente de sí misma: «Lo que conduce a la paz«. (No logro quitarme de la cabeza a San Juan Pablo II increpando a Europa, a la Familia, a la Iglesia… a ser lo que realmente es, a responder plenamente a su nombre-esencia, a dar cumplimiento a su identidad).
Pero Jesús se da cuenta de la dureza de Jerusalén y del fatal destino que le aguarda por no haber reconocido «el momento», la hora de su venida. «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos…!» (Lc 13,34). Por eso dirá a las mujeres compungidas: «Hijas de Jerusalén, no lloreis por mí, llorad mas bien por vosotras y por vuestros hijos» (Lc 23,28). Hoy hemos leido: «…apretarán el cerco, te arrastrarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra» (Lc 19,44). El Señor llora porque ve: «!Ay de las que estén encinta y criando en aquellos dias!» (Lc 21,23).
La catástrofe que el Señor vislumbra sobre Jerusalén, «alegría de toda la tierra» (Sal 48,1), le hace llorar, porque ve venir cómo se expande el mal, cómo todo está subvertido: «Porque llegarán días en que se dirá ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron, y los pechos que no criaron!». Se habrá cumplido —se está cumpliendo— la profecía de Oseas: «Dales, Yahveh…, ¿qué les darás? ¡Dales seno que aborte y pechos secos! (Os 9,14).
El asedio de Jerusalén —el que tenga oidos que oiga— «con tus hijos dentro» responde a una única causa: no reconocer la venida del Salvador. Él ciertamente cumplió su misión con su inmolación, pero no haberle acogido es el origen de los males que nos oprimen. Y Jesús ante Lazaro lloró; ante Jerusalén le habla «llorando» (en presente). Y en la Revelación que hoy escolta este evangelio, Juan tambien «lloraba mucho porque no había encontrado a nadie digno de abrir el libro ni de leerlo«. Pero la bienaventuranza es la palabra definitiva, y se cumple. Es así que «… uno de los Ancianos me dice: No llores; ha triunfado el León de la casa de Judá, el Retoño de David; el podrá abrir el libro y sus siete sellos» (Ap 5,5).
El Salmo 149, el penúltimo, es el que «hoy» nos propone la liturgia eucarística, y nos invita a gritar de alegría desde el lecho.
Francisco Jiménez Ambel