El Invisible, y por analogía también el Inaudible a causa de su trascendencia, se nos hace familiar, inmanente, Espíritu cara a cara con nuestro espíritu, por medio de la Palabra. Esto es posible por obra y gracia del Espíritu Santo. Él nos concede llegar hasta el alma de la Palabra que vive en la Escritura tal y como nos lo dice Orígenes. Cuando sondeamos así el alma de la Palabra, acontece que el Invisible se hace más real y tangible que todo aquello que, por su propia naturaleza, está provisto de cuerpo, forma y figura. Es ahora el momento de declarar que si para Moisés el simplemente “como si viera al Invisible” le fortaleció y le mantuvo firme en la misión recibida y confiada, ¡cuánto más el discípulo será revestido de fortaleza cuando alcanza a ver el Misterio de Dios en su Palabra! Todo aquel que tiene esta experiencia conoce la fidelidad en la misión. Fidelidad y vinculación a la Palabra escuchada forman dos caras de la misma moneda. A estos hombres y mujeres Jesús les llama hijos de la verdad y de la libertad: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,32).
El discípulo está, pues, llamado a hacer no simplemente la experiencia limitada de Moisés sino la de Jesús, quien veía y oía al Padre sin ningún tipo de velo o limitación. Todo hombre o mujer que acoge en su ser el Evangelio de su Señor es conducido por Él a una vivencia de fe que sobrepasa, diríamos sobreabundantemente, sus expectativas.Podríamos decir incluso que la sobrepasa infinitamente porque entramos en las medidas de Dios…, si es que hay algo medible en Él. Estamos testificando que se le abren las puertas al Misterio. Le es dado conocer vivencial y personalmente que el Invisible es luz de sus ojos; que sus Palabras, que también son espíritu (Jn 6,63), resuenan con más fuerza que su propia voz; que las Manos creadoras son sensibles; su tacto es tan cálido que pueden abrazar un corazón de piedra y convertirlo en uno de carne, tal y como lo prometió por medio de los profetas (Ez 36,25-26), tal y como lo hizo con sus discípulos después de la Resurrección.
¿Cómo es posible que unos hombres tan “incultos y atrasados” como para creer y abrazarse al Evangelio, les hayan sido dados ojos y oídos para penetrar el Misterio que ha sumido a una buena parte de personas cultas y bienpensantes en un mar de preguntas sin respuestas? ¿Qué decir de todos aquellos autosuficientes que se han visto aprisionados por dudas que les han arrojado al más cruel de los escepticismos? ¿Cómo es posible que unas personas que, en el colmo de su imprudencia, den por válido el Sermón de la Montaña llegando así a tocar el rostro de Dios, cuando los sabios de este mundo sólo alcanzan a tocar su propia gloria mientras pueden? ¿Qué mutaciones monstruosas sufre la verdad en manos del hombre que al transparente llegan a considerarle obtuso, y al mediocre le llaman lumbrera?
Algo de esto nos dice el apóstol Pablo al hablar de la sabiduría y la necedad, así como de la fuerza y la debilidad en su primera carta a los Corintios: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles… Un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres” (1Co 1,23-35). Nos sorprende enormemente porque, haciendo gala de una gran ironía, sitúa la necedad y la debilidad en la órbita de Dios, al tiempo que concede al hombre que ha renunciado a la trascendencia el patrimonio de la sabiduría y la fuerza de este mundo.
El apóstol denuncia la falsa apariencia de estos sabios proclamando, a partir de su propia experiencia y la de los primeros discípulos, que la necedad divina, la que los burlones identifican con el crucificado, supera todos los niveles del saber y conocer de los hombres, por mucho que sus mentes se hayan elevado a las más altas cimas de la ciencia. Pertenece a otra dimensión diferente a la de todos aquellos cuya cultura empieza y termina con ellos mismos, siendo como son una mezcla de saberes con sus dosis de neurosis y frustraciones no resueltas. En la misma imagen del crucificado, señala la debilidad divina como más fuerte que todo poder humano, pues es conocido de todos sus asentamientos y apoyos: pies de barro (Dn 2,32-33).
Antonio Pavía