Dijo Jesús a sus discípulos: «Estad en vela, porque no sabési qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad tambien vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre. ¿Dónde hay un criado fiel y cuidadoso, a quien el amo encarga de dar a la servidumbre la comida a sus horas? Pues, dichoso ese criado, si el amo, al llegar, lo encuentra portándose así. Os aseguro que le confiará la administración de todos sus bienes. Pero si el criado es un canalla y, pensando que su amo tardará, empieza a pegar a sus compañeros, y a comer y a beber con los borrachos, el día y la hora que menos se lo espera, llegará el amo y lo hará pedazos, mandándolo a donde se manda a los hipócritas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes».(Mateo 24, 42-51)
Cualquiera lo puede contradecir. Seguro que hay muchos interesados en negar la existencia del infierno o, siquiera y con mejor precisión, que en este pasaje no aparece la voz prohibida: «infierno».
Efectivamente, en esta página de San Mateo no se cita al infierno con ese nombre, pero si aparece señalado un lugar a donde se manda a los hipócritas, en el que -sea cual sea el rótulo que lo identifique- habrá llanto y rechinar de dientes. Lo ratificó la Lumen Gentium 54.
Puede ser, pienso, que entre los criados que no dan la comida a la servidumbre cuando toca, «a su hora», están los que omiten deliberadamente esta verdad. Aunque no está precisado su status espacio-temporal ni su descriptiva tenga que responder a ninguna pintura o representación artística o pedagógica, lo cierto es que «el infierno» está presente en el Catecismo; números 1034 a 1037, entre otros.
Recientemente el cardenal Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, en su impactante libro-entrevista «O Dios o nada«, ha afirmado que el infierno no es un cuento para amedrentar timoratos,»no es una idea es una realidad«.
La gran tragedia de la mentira, y de la omisión de la verdad, consite en que no modifica la realidad. La mentira no altera en lo más mínimo la verdad, paradójicamente, le da más brillo. El infierno exite, lo crea o no lo crea, se crea o no se crea. Y cuando lo vengamos a verificar, el «chasco» puede ser monumental, pero ahí estará esperándote la verdad, la realidad y la Tradición, trenzadas de forma irreversible. El infierno es una consecuencia de la libertad. Ni lo crea mi autosugestión infantil ni lo apaga mi altanera displicencia. Tampoco lo elimina el obstinado empeño por demostrar «el fantasma de la libertad», ni los reduccionismos o indiferentismos que nos atenazan.
El problema no es el encaje que cabe dar a los «descubrimientos» científicos, sino que estriba más bien en nuestra tendencia a dormirnos, a no estar en vela, y a confiarnos en saberes difusos; a no estar atentos a lo importante. En ese estado de no espera, justamente, es cuando se presenta el Señor. Y ¿Cómo nos encuentra? ¿Repartiendo la comida a sus horas? ¿Cumpliendo con el encargo recibido?. Si fuere así, !Bienaventurados¡. Dichosos o bienaventurados, es la misma expresión que Jesús usó en el Sermón del Monte.
Pero la tardanza desalienta, oscurece la conciencia, asienta la duda, y hace desplegar nuestra condición «canalla». Aparecen la violencia y las malas compañías, siempre dispuestas a la francachela. Y ahí, cuando nadie lo espera, anestesiados por el consumismo y el nihilismo, aparece el Señor que Juzga y puede arrojar a donde sí hay llanto.
La expresión litúrgica es tremenda; al siervo «canalla» el Señor «lo hara pedazos». La Biblia de Jerusalén traduce «le separará» y apunta que literalmente sería «lo cortará» («término oscuro que sin duda se ha de tomar en sentido metafórico; <le separaá de sí> por una especie de excomunión»). La versión de la Conferencia Episcopal es más suave: aquel mal siervo será castigado con rigor por su amo «y le hará compartir la suerte de los hipócritas».
Tanto da. En el cielo no hay nadie forzadamente, y en el infierno no hay presencia del Amor (CIC 1035). Lo terrible del infierno es que allí no hay más que egoistas, una vida inhumana, invivible. Me impactó la definición del converso C.S. Lewis sobre el infierno: «Un estado en el que todo el mundo está perpétuamente pendiente de su propia dignidad y de su propio enaltecimiento, en el que todos se sienten agraviados y en el que todos viven las pasiones mortalmente serias que son la envidia, la presunción y el resentimiento».
Benedicto XVI aclaró que la existencia del infierno es un una manifestación más de que Dios es justo: a nadie se le puede «condenar» a vivir en el amor. Por eso el Catecismo habla de «autoexclusión». «Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra <infierno>», concluye el nº 1033 del Catecismo de la Iglesia Católica. Persistir en la «Aversión voluntaria a Dios» (nº 1037) fija «el lugar de los hipócritas».
Mas nos vale hacer caso al Salvador -amarle a Él es amar su voluntad- y estar en vela.