«En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: “Atiéndela, que viene detrás gritando”. Él les contestó: “Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: “Señor, socórreme”. Él le contestó: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Pero ella repuso: “Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Jesús le respondió: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. En aquel momento quedó curada su hija». (Mt 15,21-28)
“Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Esta mujer cananea nos da un gran testimonio de fe a todos los cristianos. Llena de confianza, y angustiada con la enfermedad de su hija, clama al Señor.
El Señor no le respondió. “Ella gritaba, ansiosa de obtener el beneficio, y llamaba con fuerza; Él disimulaba, no para negar la misericordia, sino para estimular el deseo” (San Agustín). Pero, lo que parece de verdad un gesto insólito de Cristo, ¿se explica sencillamente por “estimular el deseo”? ¿Acaso necesita ese estímulo el corazón de una madre que clama por la curación de su hija?
El gesto del Señor se puede explicar y comprender también desde otra perspectiva. Dios cuenta con los hombres para llevar a cabo sus planes de redención en este mundo, y necesita asentar en su mente y en su corazón una fe profundamente enraizada. El silencio de Jesús es una provocación para preparar el espíritu de sus discípulos a recibir una lección de fe irrepetible.
Ante el silencio de Cristo, y quizá pensando en que molesta al Maestro, Los Apóstoles insisten: “Despáchala”. “Déjala marchar”. ¿Cómo Cristo puede “despachar” sin más a una mujer que le sigue angustiada, Él que ha venido a cargar con todos los pecados y miserias del mundo, y a ofrecer a todos su salvación? “Venid a mí todos los que estéis agobiados, y yo os aliviaré”.
El Señor ha quedado maravillado de la fe de la mujer cananea, y quiere que continúe hablando para que sea ella quien renueve, con la suya, la incipiente fe de los apóstoles.
“Señor, socórreme”. Él le contestó: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. La cananea se da cuenta del cambio de actitud de Jesús. Esta vez le responde. Cristo ha aceptado el diálogo. El Señor ha encontrado en ella una fe que le han negado los hijos de la casa de Israel, una fe que las “ovejas perdidas” no le han manifestado. Solo Dios Padre ha podido enviar a esta mujer. Y Cristo lo sabe.
La fe de la cananea es el colirio que emplea Cristo para abrir los ojos a los apóstoles, mostrándoles de alguna manera la fe de la humanidad dolorida, sufrida, que esperará un día su predicación, su palabra, su presencia.
La continuidad del diálogo abre nuevas perspectivas y esperanzas a la fe de la mujer. El Señor no la rechaza, aunque al oír esas palabras la mente de la cananea se ha podido llenar de una gran obscuridad. Quizá no sabe que Cristo ha dicho: “Pedid y se os dará; llamad y se os abrirá”. E insiste, después de pensar que porque los hijos rechacen la comida, ¿tienen que rechazar los perrillos las migajas?
Hijos y perrillos dentro del corazón de Dios, formando parte de la misma gran familia. La cananea facilita la tarea del Señor, y le dice: “Cierto, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores”.
Otro acto de fe y de esperanza. La cananea reafirma su fe, y la testimonia con su clamor. Su confianza ha vencido todo miedo, no queda en ella ni el mínimo temor. El acercarse al Señor y adorarle —“se postró ante Él”— ha dado lugar al acercamiento que supera todas las barreras. Solo Dios puede ayudarle, y ella lo sabe; y sabe también que está hablando con Dios. La enfermedad de su hija sostiene su esperanza y da fortaleza a su petición. Sabe a Quién ruega; sabe por quién ruega. Cristo nunca se niega a derrotar a los demonios, a echarlos de los corazones donde han pretendido establecer su aposento; y no puede permitir —piensa esta mujer— que mi hija continúe enferma..
Los apóstoles se habrán maravillado de la audacia de esta mujer, y habrán contenido el aliento en espera de la última respuesta del Señor. Ya no insisten en que la “despache”. Contemplan en silencio el rostro del Señor al dirigirse de nuevo a la mujer.
San Mateo, que estaría presente en la escena, nos presenta a Cristo —Dios y hombre verdadero— conmovido, que abre gozoso su corazón, y exclama: “¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres”. En aquel momento quedó curada su hija.
“Yo he venido al mundo como Luz; y el que cree en Mi no quedará en tinieblas” (Jn 12, 46). La cananea ha visto la Luz de Cristo; y con esa Luz en el corazón habrá llegado a su casa, y allí “halló a la niña acostada en la cama y que el demonio había salido de ella”.
El encuentro de Cristo con la cananea es un ejemplo para todos nosotros. La mujer vive momentos tensos y difíciles, sin dejar de clamar con fe. No se arredra ante la dificultad de entender los gestos y las palabras del Señor. Su fe alcanza el gozo de alegrar a Jesucristo, de colmar su corazón; y de descubrir saberse querida y amada por Dios.
Ernesto Juliá Díaz