Creo que cuando Teresa de Ávila nos abrió los tesoros de su alma haciendo visibles las huellas que Dios había dibujado con su mano en ella, se nos estaba entregando como trigo sembrado desde lo alto y fructificado en la buena tierra de sus entrañas. Trigo que viene al encuentro de los hambrientos de espíritu y de los rastreadores del Misterio. Nos es familiar, no obstante la distancia de siglos, la soltura y el gracejo de Teresa, su cercanía, su fuerza y entereza, y también su absoluta normalidad como persona. En su naturalidad, nos la podemos imaginar acariciando uno de sus frutos: «Quien a Dios tiene, nada le falta». A su altura mística se corresponde su equilibrio, un equilibrio tal que le permitió unificar en plena comunión alma y cuerpo.
Justamente es desde su ecuanimidad, desde su armonía psicosomática, que su experiencia de Dios cobra dimensiones gigantescas. Experiencia que aúna sus elevadas dotes poéticas con su estremecedor eco del Misterio de Dios, y que queda reflejada en las caprichosas policromías que su soplo dejó impresas en los pliegues de su alma.
Partimos de la vivencia de esta mujer excepcional para dar paso a lo que constituye el núcleo de esta catequesis. Teresa es —y digo es porque vive— un ser excepcional, aunque no original en lo que respecta a su experiencia de Dios, a su andadura mística. Me explico: ella es uno de los innumerables manantiales emanados del inmensurable hontanar de aguas vivas de Dios. Este Hontanar único y original de Dios tiene un nombre: su Palabra.
Teresa bebe incansablemente una y otra vez, alternando la saciedad con la sed, y viceversa, de la Palabra. De tanto sumergirse en la Fuente de Dios, sus aguas se hacen en ella manantial para el mundo. Son aguas transparentes y refrescantes; llenas de vitalidad, expanden una buena noticia que surcan los aires: si el agua de este manantial es tan regeneradora y medicinal, ¿cómo será la del Hontanar que le ha dado a luz?
Hecha esta aclaración, nos aventuramos a sondear y saborear, al menos someramente, a otros variados manantiales que también surgieron del Hontanar y que precedieron a nuestros místicos cristianos. Me refiero a los del pueblo de Israel, sabiendo ya de antemano que se necesitaría toda una vida para extraer las insondables riquezas que albergan sus hombres y mujeres de fe a los que, con justicia, deberíamos llamar nuestros primeros mentores místicos.
Empezaremos dedicando una especial atención al autor del salmo 16: éste se eleva hacia Dios a quien, confiadamente y muy quedo, le susu- rra: ¡Tú eres mi Señor! ¡Tú eres mi bien! ¡Fuera de ti, sólo la nada!
Nuestro místico se eleva hacia Dios sin perder la noción de que es ciudadano del mundo. Es desde el suelo desde donde hace el aprendiza- je de que todo es relativo menos Dios. Vemos cómo, en un murmullo amoroso, le confiesa que fuera de Él, que todo lo que es arrastrado más allá de su margen, son sólo cosas. Sin Él, parece decirnos, hasta las mismas personas que entran en nuestros círculos quedan aprisionadas por nuestro afán enfermizamente posesivo. Las aprisionamos tanto que llegamos a cosificarlas, las desdignificamos y, si se nos per- mite la metáfora, hasta las despojamos de su alma. Todo esto cuando —volvemos a entrar en el corazón del salmista— se vive sin Dios o fuera de Él.
1 comentario
Me ha impresionado su manera de explicar algo tan complicado con su más sencillo vocabulario y de manera directo de el hontanar De Dios.