Cuando Teresa de Ávila nos abrió los tesoros de su alma haciendo visibles las huellas que Dios había dibujado en ella, se nos entregaba como trigo sembrado y fructificado en la buena tierra de sus entrañas; trigo que viene al encuentro de los hambrientos de espíritu y rastreadores del Misterio. Ya conocemos la soltura y el gracejo de Teresa, su cercanía, y su absoluta normalidad como persona. Nos la imaginamos acariciando uno de sus frutos: “Quien a Dios tiene, nada le falta”.
Teresa no es original en lo que respecta a su experiencia de Dios, a su mística: Ella es uno de los innumerables manantiales emanados del hontanar de aguas vivas de Dios.
Teresa bebe alternando la saciedad con la sed de la Palabra. Al sumergirse en la Fuente de Dios, sus aguas se hacen en ella manantial para el mundo, y surge la pregunta: ¿cómo será la del Hontanar que le ha dado a luz?
Podemos sondear y saborear otros manantiales que precedieron a nuestros místicos cristianos. Son los del pueblo de Israel; son nuestros primeros mentores místicos.
Escrutemos el Salmo 16. Su autor se eleva hacia Dios, a quien, confiadamente le susurra: ¡Tú eres mi Señor! ¡Tú eres mi bien! ¡Fuera de ti, sólo la nada!
Todo esto cuando —desde el corazón del salmista— se vive sin Dios o fuera de Él.
barro glorioso
El salmista sabe que su espíritu puede integrar interiormente el misterio de Dios.
Una persona habitada por el Aliento y Misterio, se convierte en hijo de la Luz, en Luz del mundo (Mt 5,14): Luz de Dios, incorruptible, porque incorruptible es la luz que le reviste (Sb 18,4). He aquí la gran Manifestación de Dios que provoca la fe en el mundo. Que un astro irradie luz, es un espectáculo bellísimo…, mas entra dentro de la normalidad: su función es irradiar luz.
Pero que un hombre de barro irradie la luz de Dios, supera toda ciencia humana: el asombro de la fe, el poder ver, oír, palpar el Misterio de Dios concretado en personas portadoras del Espíritu, sin dejar de ser barro. La humanidad necesita este milagro, pues no es propio del barro irradiar la luz.
Es una auténtica provocación que alcanza al hombre, porque le abre al interrogante de la fe, a la sorpresa y al cuestionamiento, pues ambos comparten el mismo barro. Que nuestro salmista, como Teresa de Ávila, así como cualquier persona, haya sido visitado por Dios, enriquece nuestro mundo, es amado por Él (Jn 3,16). ¡Quien a Dios tiene, nada le falta!
También sin Dios hay vida y fiesta. Va creciendo desde el cénit hasta el declive. La música pierde sonoridad, las luces se diluyen, del bullicio se pasa a la soledad. Salen a escena la penuria de los dioses que engañaron su vida. Mentira porque son dioses que “tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen, ni un soplo siquiera hay en su boca. Como ellos serán los que los hacen, cuantos ponen su confianza en ellos” (Sal 135,16-18).
El buscador de Dios, hijo de la Sabiduría, bajo su luz, integra en su ser sus “teneres”, “haceres” y amores. La Sabiduría los ha puesto a su alcance: “Por eso pedí y se me concedió la prudencia; supliqué y me vino el Espíritu de Sabiduría… Con ella me vinieron a la vez todos los bienes, y riquezas incalculables en sus manos. Y yo me regocijé con todos estos bienes porque la Sabiduría los trae” (Sb 7,7-12). Igual experiencia testifica el autor del salmo 37. La buena noticia que de él se desprende está al alcance del hombre: “Ten confianza en Yahvéh y obra el bien, vive en la tierra y crece en paz, ten tus delicias en Dios, y él te dará lo que pida tu corazón. Pon tu suerte en Yahvéh, confía en él, que él actuará” (Sal 37,3-5).
una ósmosis original
Dios, el bien por excelencia como así lo descubrió, reconoció y acogió el místico israelita del salmo 16, se abre al hombre haciéndole depositario de múltiples bienes: aquellos de los que nos habla el autor del libro de la Sabiduría y que se connaturalizan con su corazón; bienes que Juan identifica con la vida. Ésta tiene su sede en la Palabra: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios… En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1,1-4).
Antoine de Saint-Exupéry decía que lo esencial es invisible a los ojos; también podemos decir que el cara a cara del espíritu del hombre con el de Dios es inaudible a los oídos. Desde esta experiencia, el silencio alberga una atronadora elocuencia: es mejor liberar para que resuene por el espacio, pues cualquier intento de codificación supondría su flagrante violación.
En el cara a cara de los dos espíritus se produce una auténtica ósmosis. El Hontanar fluye hacia la persona amada creando en ella un manantial. El cara a cara con Dios es posible porque Él es Amor. Este Amor ejerce de presión osmótica, para que de su Hontanar fluyan innumerables corrientes de aguas vivas. Son tan vivas que tienen vigor para crear manantiales en los sequedales (Sal 105,41). De ahí que todo místico albergue en su ser un manantial que alegra y da vida al mundo entero, el cual ha llegado a ser su única patria.
Hay una membrana permeable que rompe la distancia entre el Hontanar y el sequedal. Esta membrana nace de un acontecimiento —la Encarnación— y tiene un nombre propio —Jesucristo—. Él hizo viable el trasvase hacia el hombre de la belleza y el bien intransitable. Él, bien y belleza del Padre, se hizo membrana; Él es el tránsito, el acueducto.
Jesús es el agua viva de Dios, y así lo hizo saber a samaritana, imagen de la humanidad. Los cinco maridos de ésta —símbolo de toda idolatría, ya que representan los cinco santuarios de culto idolátrico de Samaria— habían hecho de ella un sequedal. Jesús se acercó a esta mujer sedienta y le dijo: “Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna” (Jn 4,13-14).
Dios, el Hontanar, envió a su Hijo para hacemos partícipes de sus aguas vivas (Jr 2,13), siendo la membrana permeable por la que fluye la divinidad hacia cada persona. Los santos Padres nos hablan de la ósmosis por la que el hombre es divinizado y cuyo origen está en la Encarnación. Entre tantos, citaremos a san Ambrosio: “La Palabra se hizo carne para que la carne llegara a ser Dios”.
Nota: Para apreciar mejor la belleza mística de los Salmos, se recomienda la lectura del libro: “En el espíritu de los Salmos”, de Antonio Pavía, Editorial San Pablo.