El hombre posmoderno se ha entregado con renovadas energías a la construcción de sí mismo. En realidad, el verbo construir cada vez se emplea más. Se construyen los conocimientos (por eso no se habla ya de aprender o crecer), la corporeidad (las dietas, los gimnasios, la depilación, la cirugía estética), los sentimientos (que ahora no se entienden como pasiones). Se construye la educación, la familia, la política y la entera sociedad. Al mismo tiempo que se deconstruye la demografía, el empleo, las pensiones, los nacimientos y las convicciones. Algunos –los más atrevidos- proponen la construcción de una nueva moral universal, fundamentada en el consenso de todos.
Al fin todos somos “constructores” de nuestros propios destinos. Precisamente en una etapa en que ha estallado la “burbuja inmobiliaria” y se ha dejado de construir. Pero las personas no parece que aprendamos de los propios errores. Nos conducimos como si la construcción que se ha derrumbado y nos ha empobrecido a todos, poco o nada tuviera que enseñarnos. Ahora en lugar de construir casas construimos personas. Como si no fuese mucho más peligrosa la construcción de las personas que la de una urbanización en primera línea de la playa. A fin de cuentas nos hemos salido con la nuestra y continuamos ocupados en la producción de nosotros mismos.
la servidumbre de la “libertad”
Los antecedentes de tal modo de entender la vida se encuentran en dos corrientes de pensamiento. La más cercana es el “constructivismo” (Lacan, Derrida y Bobio); la más remota es la “filosofía de la sospecha” (Nietzsche, Marx y Freud). Una y otra han persuadido y conducido al hombre contemporáneo a la errónea convicción de que dispone de una libertad absoluta, especialmente en lo que se refiere a la “construcción” de sí mismo. Se trata de no depender de nada ni de nadie en el diseño y realización de la propia subjetividad: desde su corporalidad a su estilo de vida, de su proyecto biográfico al diverso uso que hace de sus facultades. El nuevo escultor de sí mismo no se percata de que tal concepción forma parte –y parte importante- de la ingeniería social en que estamos inmersos.
El resumen de muchas de estas actitudes del hombre contemporáneo es que el afán ansioso de tener, de triunfar, de subir, de divertirse, de llevar una vida fácil y placentera, prevalece con mucho sobre el deseo de saber, de reflexionar, de dar un sentido a lo que se hace, de ayudar a los demás con el propio trabajo, de trascender el reducido ámbito de nuestros intereses vitales inmediatos. Queda casi bloqueada la trascendencia horizontal (hacia los demás y hacia la colectividad) y también la vertical (hacia los valores y los ideales, es decir, hacia Dios).
Hoy se invoca la libertad como libertad de abortar, libertad de ignorar, libertad de no saber hablar más que con palabras soeces, libertad de no tener que dar razón de las propias decisiones, libertad de molestar y, ante todo y sobre todo, libertad de imponer a los demás una filosofía relativista, que todos tendríamos que aplaudir como filosofía de la libertad. Quien se niegue a aplaudir será sometido a un proceso de linchamiento social y cultural. Todo le está permitido al hombre contemporáneo, excepto el simple hecho de no someterse a lo “políticamente correcto”.
¿Es esto así? ¿Es nuestra libertad absoluta? ¿Hacemos siempre lo que queremos? ¿Acaso no tenemos experiencia de no querer lo que hacemos y de no hacer lo que en verdad queremos? ¿Es conveniente seguir adelante con esta forma de engañarnos? En estas circunstancias, si la persona no recupere pronto el ámbito y significado de su libertad, ¡Estamos perdidos!
la verdad bajo sospecha
En lugar de la búsqueda de la verdad, lo que ahora mueve a la razón humana es la voluntad de poder, la autorrealización mediante la satisfacción de los instintos, y el culto al yo. Los cuatro puntos cardinales que sirven de referencia al comportamiento humano son el “me apetece, me interesa, me conviene y me gusta”, y las posibles combinaciones entre ellos. En esto asientan las nuevas estrategias para conducir la propia vida.
Los referentes exclusivos a los que acudir para guiar el propio comportamiento son ahora el dinero, el poder, el placer, el éxito y la popularidad. Mientras tanto, la “cultura del yo” se ha olvidado por completo del otro. Una vez que el “otro” se ha extinguido y no comparece porque no existe –o se vive como si no existiera-, lo que nos queda es el individualismo radical.
Como la realidad no existe, sino que cada cual la construye según su entender –como postula el constructivismo-, el respeto reverencial por la realidad se ha desvanecido y transformado en objeto de burla. Si la realidad es incognoscible, si cada persona “construye” su objeto de conocimiento, si el factor determinante de lo que hay es la “construcción social de la realidad”, entonces, sencillamente, la verdad no existe.
Pero el escarnio de la realidad así concebida transforma la sociedad en un contexto fantasmagórico, del que nada sabemos. En ese contexto, la persona no puede hacer pie y su vida carece de sentido, porque no es susceptible de saber quién se es, de conocer la verdad acerca de sí mismo.
La ausencia de verdad enajena a la persona, por lo que su existencia va dando tumbos de aquí para allá, después de haber extraviado la dirección sobre su propio dominio. Por el momento, la persona se ha quedado sin fuerzas para afrontar su propio destino y conducir su biografía hacia un puerto seguro. Si no hay sujeto de conocimiento –porque nada se puede conocer-, el control de la propia existencia se abandona en manos de las circunstancias y de los ciegos impulsos.
Desprovista la persona de convicción alguna acerca de sí misma, del mundo y de la historia –a causa de la imposibilidad de conocer la verdad-, la vida se muda en un mero “pasotismo” circunstancial.
subsistir con la luz apagada
Pero en esas mismas circunstancias, la verdad regresa una y otra vez, escapando así a la tiranía y ocultamiento a que tratan de someterla. Entre los numerosos miedos del hombre contemporáneo, es preciso citar aquí el temor a la “sublevación de las máquinas”, al omnímodo poder de una tecnología que puede dominar al hombre, en lugar de ser por él dominado. La tiranía tecnológica emerge cuando la autonomía de la técnica es superior a la autonomía humana y, por consiguiente, deja de estar sometida a la libre decisión humana.
Pero una tecnología que “no obedece” o “se independiza” de la conducta humana, constituye una grave amenaza para el mismo hombre. El hombre pasa de dominador a dominado, y experimenta la impotencia e incertidumbre respecto de unos medios que, por no estar ya sometidos a sus fines, desnaturalizan o impiden su libre comportamiento. Se podrá seguir viviendo “como si” la verdad no existiera. Pero, entonces, ¿por qué ese temor generalizado a unos instrumentos que el hombre ha dejado de controlar? ¿No será acaso porque nos hemos topado otra vez con la verdad?
El ser humano ha perdido el sentido de su propio vivir. Un ser al que le suceden cosas a las que “responde” o no. Un ser que es incapaz de comprometerse, libremente, con nada. Son las circunstancias, los aconteceres o los sucesos los que “deciden” por él, pero… ¡Como ninguno de ellos es verdad!, en realidad nadie decide nada; sencillamente “reacciona”. ¿En esto consiste la supuesta libertad absoluta de la persona?
En realidad, lo que hay detrás de todo esto es una revuelta radical contra la razón, contra el Logos. La desconfianza en la razón se ha generalizado. El hambre de saber es, desde luego, hambre de verdad. Pero eso supone que la verdad puede ser alcanzada por la razón humana. Si la verdad no existe, estamos a oscuras. En esta situación de confusión generalizada, a la persona sólo le queda conformarse con transformar su hambre de verdad en “ansia de utilidad”.
La verdad hoy no interesa. Algunos la descalifican y desprecian al etiquetarla como una “actitud fundamentalista”. Lo único que en realidad importa es lo que “le va a quedar” al hombre respecto de las cosas que hace. Comportamiento humano y utilidad inmediata son una misma cosa en la actualidad.
Tal vez por eso, el conocimiento importa ahora tan poco; su valor apenas si se limita a lo mercantil. El conocimiento está también en el mercado, pero cotiza sólo como valor de cambio. Ha llegado al fin la hora de los “gestores del conocimiento”.
La brutal dictadura de la utilidad hunde a la persona en la enajenación. La razón instrumental se ha adueñado del mapa cognitivo personal y amenaza con la disolución de la subjetividad. El “yo” ha dejado de ser un “yo pensante” para transformarse en un conglomerado fragmentario capaz de acomodarse solo a lo que es útil y ventajoso para él. La principal consecuencia de todo ello es la abolición de la persona.
Si toda verdad es relativa, también la verdad de esta proposición “toda verdad es relativa”, se torna relativa. Lo que denota que más bien no hay ninguna verdad. Y si no hay verdad, todo está permitido al hombre. ¡He aquí lo que fundamenta el supuesto de la libertad humana como absoluto! ¿Puede sentirse orgulloso el hombre de construirse a sí mismo, si todo es relativo y nada es verdad?