En un hospital de Madrid, dos médicos se cruzan en un pasillo.
—Buenos días, Javier.
—Hola Andrés. ¿Cómo lo llevas?
—Salgo de guardia. Hemos tenido una noche de órdago en Urgencias. Por cierto, ¿sabes a quién han ingresado en la planta? ¿Te acuerdas de Francisco Saavedra? ¡Paquito, el del colegio!
—Anda claro. ¡Si era muy amigo mío! Le perdí la pista al acabar Bachillerato. ¿Qué le ha pasado?
—Tiene un cáncer de pulmón en fase terminal. Me ha costado reconocerle. Está muy deteriorado. Le dije que también tu trabajabas en este hospital.
—¿En qué habitación está?
—Creo que en la 326. Te dejo, que estoy loco por irme a casa.
Javier se quedó pensativo. Comenzaron a llegarle a la memoria miles de recuerdos de su infancia y juventud. Paco fue muy amigo suyo, compartieron su fe, entraban juntos a la capilla a rezar… Se preguntaba qué habría sido de su amigo en estos años.
—¡Pobrecillo, en fase terminal! —se dijo en voz baja—: ¡Siempre el puñetero cáncer!
Al terminar la jornada pasó a saludar a su viejo amigo. Entró en la habitación y allí estaba él. Era imposible reconocerle. No solo habían pasado veinticinco años, sino que el cáncer había dejado su huella. Pálido y totalmente demacrado, Paco abrió sus hundidos ojos con sorpresa.
—¿Te acuerdas de mi? Soy Javi, Javier Cortés, tu amigo del colegio.
—Claro que sí. Este tumor todavía no me ha comido el cerebro, aunque poco le queda. ¡Tu también aquí! Qué caprichoso es el destino, cuando me estoy yendo de la vida, vuelvo a mis orígenes. ¡Curiosa despedida!
—¿Cómo estas? —le estrechó Javier emocionado su mano.
—Salvo que me muero, estoy bien.
—Tan sarcástico como siempre. Ya me ha dicho Andrés que esto no parece haber ido bien.
—Sí, al final, como siempre, he perdido la batalla. Una más….
—Bueno hombre. Cuando te estabilicen un poco podrás volver a casa, que es donde mejor se está.
—Sí, claro; sobre todo si se tiene una….
Javier intentaba animar a su amigo pero la amargura eran muy evidentes en las palabras y el rostro de este. Ningún familiar le acompañaba.
—¿Te hiciste al final dentista como tu padre?
—No. No pude terminar la carrera. En la Universidad me pasaba el día de juergas y no pasé de segundo curso.
—¿Qué hiciste entonces?
—Hice negocios en la construcción y en locales de ocio. Con la crisis todo se fue a hacer puñetas y luego vino el cáncer. ¡Maldito tabaco! Me comía los cigarros por la ansiedad y el estrés de los negocios.
—¿Te casaste y sentaste por fin la cabeza? ¡Tú tenías mucho éxito con las chicas!
—Tuve demasiadas novias, pero nunca me casé. Me espantaba el compromiso. Viví algún tiempo con la última, con la que tuve una hija; pero, cuando enfermé, desaparecieron del mapa las dos. Yo me volví insoportable y no me aguantaron. Casi mejor así; no le deseo a nadie contemplar este espectáculo. Como ves, una vida «maravillosa» la mía; llena de «éxitos» personales. Y ahora aquí estoy, poniéndole la guinda….
—Bueno, hombre, por lo menos habrás conservado la fe. ¿Te acuerdas el día que decidimos hacernos curas, porque nos moló hacer de monaguillos cuando vino el obispo al colegio? Tendríamos nueve años… Te intentaste poner su mitra en la cabeza y se te quedó apoyada en los hombros.
—Perdona pero yo no quería ser cura, sino obispo directamente. Y ese obispo era un cabezón, por eso se me coló entera la mitra —esbozó una sonrisa al recordarlo pero pronto volvió a su semblante la tristeza—: Ya ni recuerdo el último día que pisé una iglesia. A lo mejor fue contigo en la capilla del colegio al finalizar el Bachillerato. En la facultad me volví un poco golfo y eso no pegaba mucho con la vida de piedad.
—Pues eso hay que recuperarlo, Paco. Mañana te bajo en una silla de ruedas a la capilla para visitar al Señor.
—Mejor no. Ya no estoy en esa onda. Eran cosas de críos. Los curas nos contaban bonitas historias, pero luego la vida es otra cosa. ¡Una puñetera mierda! Vives unos años y luego te mueres. Ya está. Y con suerte te mueres pronto, así tienes menos probabilidades de que te pasen cosas peores.
Javier notó en seguida que su amigo estaba muy lejos de ser aquel muchacho con el que compartió escuela, aventuras y catecismo: era un hombre sin esperanza, un moribundo de cuerpo y espíritu. Se llenó de una enorme tristeza al verle así y no saber cómo ayudarle. Todo el día lo pasó pensando en su amigo. Paco se moría y se moría sin Dios, sin sacramentos y sin esperanza alguna de eternidad. Precisamente él que había sido para Javier un ejemplo en su juventud, siempre coherente con su fe. Al día siguiente pasó de nuevo a visitarle. Estaba mucho peor; apenas comía y no podía levantarse.
—Mira Paco, lo he encontrado por casa. ¿Te acuerdas? —le preguntó mostrándole un librito de tapas azules, viejo y usado—: Había muchos de estos en la capilla del colegio y me llevé uno de recuerdo. ¡Cuántas veces lo hemos leído juntos!
—Javier, éramos unos ilusos que nos lo creíamos todo. Así es la niñez. Tiempo de ideales que luego la vida se ocupa de desmontarte a golpe de palos y sobre todo de errores propios. Si tuviese valor, yo mismo acababa con esto cuanto antes. Esta es la cruda realidad de mi vida: solo en una habitación de un hospital esperando a morirme.
—No estás solo. Nunca estamos solos si mantenemos la fe en….
—¡Déjalo ya, Javier! Yo ya no creo en nada. Me he ocupado durante los últimos años de mi vida en despedazar todo lo que merecía la pena. Este es mi final, mi merecido final. Mi vida ha sido una mierda.
Para animarle, Javier comenzó a recordar momentos estelares de su niñez y consiguió sacarle alguna sonrisa, pero de nuevo el rostro volvía a su tristeza habitual. Al día siguiente Javier viajó a Barcelona y no pudo visitarle. En cuanto regresó al hospital dos días después entró en la habitación 326, pero el paciente era otro.
—Disculpen, buscaba a otro paciente. Me he debido equivocar de habitación.
Se dirigió a la enfermera de turno y le preguntó sin disimulada ansiedad:
—¿Han cambiado a Francisco Saavedra de cama?
—¿El paciente del cáncer de pulmón que ocupaba la 326? Murió esta noche.
—Era un amigo de la infancia —dijo con voz temblorosa—. Yo le venía a ver por las tardes, antes de marcharme
—Lo siento, doctor. No sabía que le conocía. No recibió ninguna visita en todo el ingreso.
¡Qué soledad tan áspera! ¡Qué amargura tan profunda! Vio a un hombre que fue ejemplar en su juventud, del que tanto había recibido y que tanto le había dado, vencido por sus errores y por su mala fortuna, cerrado a toda esperanza y consuelo. Se sentía derrotado por la muerte, no por la física sino por la del espíritu, la que nos da la eternidad.
Al día siguiente, rezaba en la capilla del hospital por el alma de su amigo cuando entró don Pedro, el capellán, y se sentó a su lado.
—Hola Javier. Te busqué ayer. Creo que conocías al paciente de la 326 que falleció ayer —le dijo en voz baja.
—Estuve en Barcelona. Sí, fuimos compañeros en el colegio. Era muy buen chico. Me acercó mucho a Dios en aquella época. No supe nada de él hasta ahora, que lo encuentro en una cama de mi hospital muriéndose a chorros por un cáncer. No pude aliviar su amargura. Mis palabras le resbalaban. Su vida ha sido tormentosa, lleno de culpas, de reproches y de dolor. Y se ha muerto solo, sin nadie a su lado.
—Yo no diría eso —interrumpió don Pedro—. Te buscaba ayer para contártelo. Tu amigo pidió hablar con el capellán antes de su muerte, y yo le atendí. Estaba muy mal, pero mantenía una lucidez asombrosa. Se confesó, recibió la unción de enfermos y comulgó con una devoción que pocas veces he visto en un enfermo tan grave. Quédate tranquilo. Por cierto, tenía en la mano un Evangelio en una edición muy antigua de tapas azules que me dijo que tú le habías llevado. Me dijo que si no te veía más, que te diera las gracias por tus visitas. Se le veía muy emocionado.
El rostro de Javier se fue iluminando conforme escuchaba al capellán.
—Me pidió que te lo devolviese porque intuía que ya no lo iba a necesitar —dijo don Pedro.
Javier se quedó solo en la Capilla, lleno de alegría porque al final su amigo se dejó dar el abrazo del Padre. ¡Qué misterioso es el corazón del hombre! Abrió el librito y vio un marcapáginas en el Evangelio de San Lucas. Convencido de que esa era la última lectura de su amigo, comenzó a leer:
«Un hombre tenía dos hijos. Y el menor dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me corresponde de la hacienda”. Y le repartió la hacienda. Y a los pocos días, el menor reunió todo, se marchó a un país lejano, y allí disipó toda su fortuna viviendo disolutamente. Cuando gastó todo, sobrevino gran hambre en aquella comarca, y comenzó a padecer necesidad. Y se fue a servir con un hombre de aquel país , quien lo mandó a sus tierras a guardar cerdos. Deseaba henchir su estómago de las algarrobas que comían los cerdos, y nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tiene pan de sobre, y yo aquí muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: ‘Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo, hazme como uno de tus jornaleros’”. Se levantó y fue a su padre. Estando aún lejos, lo vio su padre y se conmovió, y corriendo, cayó sobre el cuello de su hijo, y lo cubrió de besos. Díjole el hijo: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus siervos: “Sacad inmediatamente el vestido más rico, y ponédselo y anillo en su mano, y sandalias en sus pies. Traed el ternero cebado, matadlo, y comamos, porque este mi hijo, que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado….”» (Lc 15,11-32).
En este punto la tinta del texto estaba borrada, como si una lágrima hubiese caído encima. También Javier lloraba mientras leía por enésima vez esa parábola que ahora veía cumplida en su viejo amigo. El marcapáginas era una estampita de la Virgen de Lourdes, una réplica de la talla de la capilla del colegio. Detrás estaba impresa la letra de una Salve. Los ojos de Javier se clavaron en una parte del texto que cada día de mayo cantaba con su amigo Paco: “…aunque mi amor Te olvidare, Tú no te olvides de mí…”. Ese día era 31 de mayo.
Jerónimo Barrio