En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los Zebedeos con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: «¿Qué deseas?»
Ella contestó: «Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda.»
Pero Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?»
Contestaron: «Lo somos.»
Él les dijo: «Mi cáliz lo beberéis; pero el puesto a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre.»
Los otros diez, que lo habían oído, se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús, reuniéndolos, les dijo: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (San Mateo 20, 20-28).
COMENTARIO
¡Cómo cambia el mundo! Recuerdo perfectamente dónde y con quien estaba hace cincuenta años, cuando al hombre se le quedaban cortos los confines de la tierra y quería dejar su huella “plus ultra”. Mi imaginación de niño hacía que pasara de las retransmisiones en directo de mi televisor en blanco y negro y los comentarios de Jesús Hermida para poder seguir en directo con mis propios ojos, desde el “muro de Heredia” en mi pueblo de Quesada como el “Apolo XI” se acercaba e iba posándose en la superficie de la luna que brillaba radiante sobre el Cerro de la Magdalena. No me creeréis, pero yo lo estaba viendo, y además en color.
¡Cómo cambia el mundo! Pensar que en tan solo cincuenta años, el pequeño portátil desde el que escribo estas líneas probablemente tenga más capacidad que todos los ordenadores que la NASA necesitó para poder enviar a la Luna un artefacto tripulado. Y yo ahora, en un instante, con el simple toque de un “enter” puedo hacer llegar este mensaje hasta el confín de la tierra, incluso más allá.
Pero hay cosas que, por muchos años y siglos que pasen, siguen cortadas por el mismo “patrón”: El concepto de “poder”. Leyendo el pasaje de hoy y echando una mirada a nuestros televisores, hoy en color y pantalla plana, vemos como se repite la escena de entender el ejercicio de la autoridad como reparto de sillones a derecha e izquierda.
No quiero pasar de soslayo la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles en su contexto. Herodes, rey pusilánime, falto de carácter y de principios, puesto en el trono por los romanos para ganarse la simpatía de los judíos, pero que no contenta ni a unos ni a otros. Decide decapitar a Santiago y, como vio que esto gustaba al populacho, pues también resolvió encarcelar a Pedro, y así todos contentos. Pero de esto ya hace mucho tiempo y a los “patrones” de ahora (en las acepciones 5 y 6 del diccionario de la RAE “persona que tiene poder y a la que sirven criados y trabajadores”) jamás se les ocurriría en hipotéticas situaciones de fragilidad en su autoridad y ante los enfrentamientos de sus esbirros sobre quien ocupa la cartera de la derecha o de la izquierda, resolver sus conflictos internos bajo amenazas más o menos veladas de acoso religioso, que ponen de acuerdo a todos: ruptura de concordato, intimidación económica. No. El mundo ha cambiado mucho y hoy a nadie se le pasarían por la cabeza semejantes artimañas.
No será así entre vosotros. También entre los recuerdos que tengo grabados de la infancia me viene la imagen de mi casa con habitaciones repletas de papeles recortados en los que mi madre se apoyaba para confeccionar las piezas de retales con los que nos hacía prendas de vestir que ni en las mejores tiendas de moda. Eran sacados de los “patrones del Burda” (revista de corte y confección). Estos consistían en grandes pliegos de papel que a su vez contenían un laberinto de líneas de diferentes colores y trazos. Extraer de esa amalgama de rayas el patrón seleccionado era como resolver un complicado enigma que ríete tú del Codigo da Vinci. Pero la paciencia, la habilidad, la tenacidad de mi madre; quizás también la necesidad, conseguían, como resultado final, poner a sus hijos en la calle como un pincel. (Luego ya nos encargábamos nosotros de parecer un pincel, pero después de haber pasado por la paleta del pintor). Y es que las madres siempre miran por sus hijos. También las de los Zebedeos. No nos debe extrañar. Y sin saber lo que pedía, ni en qué consistía el cáliz que habrían de beber; la verdad es que le fue concedida dicha petición. Los dos hermanos fueron, entre los Doce, el primero y el último el dar su vida dando Testimonio de Jesucristo. Santiago ofreciendo su cabeza para satisfacción de un tirano, Juan, anciano, recordando incansable que Dios es Amor.
Y es que el diccionario ofrece otra acepción de la palabra “patrón”: “Modelo que sirve de muestra para sacar otra cosa igual”. Celebrar a Santiago como patrón implica contemplar las actitudes de este hombre de la calle, hoy diríamos “autónomo de la pesca”, pequeño emprendedor que tras un encuentro personal con Jesús deja sus seguridades para emprender otro tipo de vida que marcará su existencia, testigo de excepción junto con Pedro y su hermano Juan de acontecimientos singulares en la vida del Maestro. Que bebió del cáliz de la Nueva Alianza, no solo entregando su vida, sino también –así nos lo ha transmitido la tradición- rescatando a muchos al tomarse en serio eso de llevar el Evangelio hasta los “confines de la tierra”, entonces España, en la que se encontró –también así nos lo ha transmitido la tradición, y seguimos en las cosas que no cambian a través de los siglos- un pueblo tan terco que hasta la mismísima Virgen María tuvo que animarle y ser “el pilar” de su misión para que no arrojase la toalla.
Apoyándose en un “patrón” así, por muchos “herodes” que aparezcan, el mensaje del Evangelio será imparable, hasta los confines de la tierra… y hasta la Luna si hace falta.