En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Éste es de quien dije: «El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo.»» Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer (San Juan 1, 1-18).
COMENTARIO
“Caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno.
¡Qué glorioso que está el heno,
porque ha caído sobre él!”
Góngora.
Nada tendría de extraño que Góngora se hubiera inspirado en Lc 2,1-14 para la composición de su magnífico poema. Y nosotros nos aprovechamos de ambos textos.
En esta bendita medianoche podemos vivir el hoy gongorino, aquel mismo de los tiempos de Cirino y de los lugares de Belén: en la celebración de la liturgia se actualiza el nacimiento del Señor como la caída de la Salvación; un clavel blanco y rojo sobre el heno dolorido y esperanzado de esta tierra nuestra tan necesitada de amor y alegría verdaderos.
María nos abre el cielo y deja caer el Clavel del Amor de Dios suavemente. Se llena el mundo y la vida de la Presencia de Dios entre nosotros. La Iglesia es el luminoso pesebre donde podemos encontrar aquel Amor indefectiblemente fiel. Así, pues “Adeste fideles”: venid y lo veréis.