LOS HECHOS
Los dos eran hijos del mismo padre. El menor, pidió la parte de la herencia, y el padre la dividió entre los dos y se la entregó. No consta en el relato que el mayor recogiera su parte, más bien parece que se quedó a cargo de lo que quedaba, que seguía siendo del padre, y cuidó de su familia, de la casa, de los campos y de los ganados. El menor sí, pues dice la parábola que “reuniéndolo todo, partió a una tierra lejana”, es decir, abandonó todas sus responsabilidades con la familia, la casa, los criados y las cosechas.
Vivió disolutamente y disipó la hacienda, pasó hambre y recordó la abundancia que disfrutaban los jornaleros de su padre, y comprometiéndose a la enmienda de su vida, regresó a casa con el propósito de obtener un trabajo digno.
EL RECIBIMIENTO DEL PADRE
El padre, que lo añoraba, lo ve venir de lejos, corre a su encuentro, se arroja a su cuello y lo llena de besos. Abrumado por su gesto, el hijo confiesa su pecado y se declara indigno de ser llamado hijo suyo. Pero el padre, que rebosa de alegría por su regreso, dispone que los criados lo vistan con la túnica, le pongan un anillo en la mano, sandalias en los pies, y que maten el ternero cebado para celebrar una fiesta, porque aquel hijo suyo, “que había muerto, ha vuelto a la vida”.
LA SORPRESA DEL HIJO MAYOR
El hermano mayor que vuelve del trabajo de los campos escucha la música y los coros, y pregunta qué era aquello. “Es que ha vuelto tu hermano —le dicen los criados— y tu padre ha mandado matar un ternero y celebrar una fiesta”. Enojado por la noticia, no quería entrar, pero el padre salió y le llamó.
PADRE E HIJO SE EXPLICAN
El hijo mayor se queja ante su padre: “Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandatos, y nunca me diste un cabrito para hacer fiesta con mis amigos, y al venir este hijo tuyo, que ha consumido su fortuna con meretrices, le matas un becerro cebado”. La explicación del hijo mayor pone de manifiesto que él no había tomado posesión de su parte de la herencia.
El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes son tuyos, mas era preciso hacer fiesta y alegrarse, porque este tu hermano, se había perdido y ha sido hallado”.
COMENTARIO
Siempre que escucho esta parábola en las homilías de los sacerdotes o explicada en algún libro devoto aprecio con asombro que, junto a la justa exaltación de la inmensa misericordia del padre, se contrapone la actitud censurable del hermano mayor, que sorprendido por la fiesta que se ha organizado mientras él trabajaba en el campo, se muestra remiso a participar en ella. Y nada se vuelve a comentar sobre la desastrosa vida que llevó el hijo menor, que con el perdón del padre resulta inmune a cualquier censura. Es decir, se echa de menos en el hijo mayor la misericordia que manifiesta el padre por el hijo pródigo, o al menos, y en un primer momento, su falta de reacción positiva ante la grata noticia de la vuelta de su hermano. Pues la parábola no aclara si finalmente, después de escuchar la generosa explicación de padre, el mayor se decidió a entrar en la fiesta y darle un abrazo al golfo de su hermano.
Y utilizo esa expresión porque, en alguna medida, pretendo reivindicar al hermano mayor en ese momento inicial de la sorpresa del anuncio del regreso inesperado del otro. Y ya que hablamos de regreso, digamos desde ahora que ambos regresaron a casa ese mediodía: el menor, que regresó descalzo, venía de una vida disoluta en la que disipó toda su hacienda, y el mayor, con sus botas camperas, de una agotadora jornada de trabajo en el campo de su padre para acrecentar su hacienda. Humanamente hablando, es patente el contraste.
Aunque la parábola no ahorra detalles a este respecto, es evidente que el hermano que se fue lo dejó todo en manos de su otro hermano, elude sus responsabilidades familiares y se marcha a disfrutar de la herencia recibida. Y el que se quedó tuvo que atender los trabajos de los dos para mantener a la familia, la casa y los criados, asumiendo todas las responsabilidades y obligaciones que el otro abandonó. Debemos pues admirarnos de su lealtad, de su amor a la familia y de su sentido del deber, frente a la huida vergonzosa de su hermano, y así se lo expone a su padre cuando este le pide explicaciones por su enfado.
Y ahora, que arroje la primera piedra contra él el que esté libre de la culpa de su justo enfado.
Pero el problema es más hondo que todo esto, teológicamente hablando. Y es que, en la interpretación de la parábola, el padre es la imagen de Dios, y los hijos, es decir, ambos hermanos, solo son hombres como nosotros y nos representan a todos. Y así, junto a la actitud amorosa del padre misericordioso, de la que todos nos gloriamos, ambos hermanos, por contraste, realizan en cada momento cosas buenas y cosas malas. El menor porque huye de casa, pero luego, se arrepiente y suplica el perdón del padre, y el mayor porque adoptando de principio una conducta ejemplar, luego, en un primer momento, le falta la generosidad que se demanda para alegrarse por la llegada de su hermano.
Y puestas así las cosas, las alabanzas y reproches deben ser mejor repartidos entre ambos hermanos, para que no parezca que alguna bondad de ellos, la de antes o la después, o viceversa, queda en saco roto. Y en todo caso, de ninguna manera debemos ser nosotros los que juzgamos desde afuera, menos generosos con uno que con el otro, y si sabemos disculpar al que se fue por el arrepentimiento sincero que manifiesta cuando regresa, debemos también comprender al que se quedó, por el enojo de sentirse desplazado con la fiesta que se organiza al que lo dejó solo con toda la faena de la hacienda.