En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «En verdad, en verdad os digo si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará.» Juan (12,24-26):
En este pequeño evangelio pero intenso el Señor nos da el porqué de nuestra infecundidad. Tantas veces decimos que no cambiamos, que estamos en el mismo lugar que donde empezamos. Esto a veces es un engaño del enemigo pero en muchas ocasiones es verdad. El Génesis con su historia de Adán y Eva no es un cuentecito para justificar el comienzo de los tiempos. Nos muestra el punto débil del hombre que el enemigo sabe tocar para romper nuestra relación con Dios y con la historia de salvación que quiere hacer con cada uno de nosotros: «La soberbia». El querer ser dios; yo soy el que decido qué sexo es el que me apetece, cómo tiene que ser mi vida; ´Dios no existe; yo soy el que manda en mi existencia. La soberbia nos hace estériles, nos incapacita para amar y para tener una relación con Dios. María nos ha comenzado a enseñar ese camino diferente al emprendido por Adran y Eva. Ante los proyectos del Señor María ha caído en tierra y ha muerto a sus propios planes diciendo: «Hágase».
El resultado es un fruto nunca visto: Jesucristo. Él ha tomado el mismo camino que su madre y siendo Dios no ha retenido para sí su título de Hijo del Altísimo sino que también ha caído en tierra, humillándose a sí mismo y tomando la misma condición de los esclavos, siendo condenado a muerte de cruz, como a un vulgar bandido. El resultado: La resurrección; la apertura del cielo a todos los hombres; el Espíritu Santo y la Iglesia. Vivimos apresados por el egoísmo que se ha instalado en nuestras vidas, por el miedo que ha metido el demonio en nuestro interior a la muerte, a no ser, a perder lo poco que tenemos y que somos. El Señor, con esta palabra, nos llama a la libertad, a despreciar todo aquello que nos ofrece Satanás, como se lo ofreció a Jesús en el desierto con aquellas tres tentaciones. Nos invita a salir de nuestra soledad, hacernos pequeños y acompañarle cada uno con su cruz para que, entrando en ella, podamos dar frutos de vida eterna.