«El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos. De lo que ha visto y oído da testimonio y nadie lo acepta. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. Porque aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida, sino que la cólera de Dios permanece sobre él». (Jn 3, 31-36)
El evangelio de los tres primeros días de esta segunda semana de Pascua los ha dedicado la Iglesia a la entrevista de Jesús con Nicodemo, como hemos visto en los comentarios precedentes del lunes, martes y miércoles.
Hay todavía quien pone las palabras de Jesús de este evangelio de hoy jueves como continuación de las respuestas de Jesús a Nicodemo, apoyándose seguramente en que el Señor sigue hablando de “lo alto” (el que viene de lo alto), y uno de los mensajes principales del diálogo de ambos es nacer de lo alto, mejor que traducir “nacer de nuevo”. El contexto de este evangelio, sin embargo, está en el último testimonio de Juan Bautista sobre Jesús, en el Jordán, donde también bautizaban los discípulos del Señor. Las palabras que siguen (el texto de hoy) bien podrían ser del mismo Jesús o, tal vez más bien, del propio evangelista, y, en ningún caso, de Juan Bautista. Pero a nosotros lo que nos interesa es su contenido.
Venir de lo alto quiere decir explícitamente venir del cielo, que es como sin ambages se autopresenta Jesús, cual enviado del Padre; en clara contraposición a quienes venimos de la tierra, de la tierra somos y de tales cosas hablamos. Solo Jesús, por venir de donde viene, puede dar testimonio del Padre, a quien nadie ha visto jamás, aunque quien lo ve a él, ve también al Padre, como le diría a Felipe (ver Jn 14,9). Jesús se duele de que no acepten su testimonio, como deja caer con tintes de decepción, porque —sabía él muy bien— que “los suyos no lo recibieron” (Jn 1,9), ya que “los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas”, como se había explayado antes con Nicodemo (Jn 3,19).
Sin embargo, quien acepta a Jesús —y en esto consiste la vida eterna, en la firme adhesión a Jesús—, está manifestando su vez la veracidad de Dios, está proclamando, no solo con sus labios, sino fundamentalmente con su corazón, con su vida, con el vivir cotidiano, con lo prosaico de cada día (que tiene su propio afán) y, a veces, con el gozo gracioso —quiero decir el gozo producido por la gracia— de sentirse amado por Dios, está proclamando a todos los vientos de la rosa de los vientos la veracidad de Dios, que él es la Verdad, la única verdad revelada precisamente en su Hijo único, el Verbo eterno, que vivía cabe el seno del Padre desde el principio, el único Templo donde puede adorarse la divinidad, no ya en Garizín o en Jerusalén, sino en el Cuerpo de Jesús resucitado, residencia de la Verdad y del Espíritu, porque “se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad” (Jn 4,23). Él es la Verdad, la que ni supo ni pudo reconocer Pilato cuando preguntaba por ella y la tenía ante sí; y en él habita en su plenitud el Espíritu Santo, porque, si el Padre lo da sin medida, ¿con qué sin medida lo posee Jesucristo como amor mutuo con el Padre? El Espíritu es quien nos da no el privilegio de la fe, sino la fe como don, como regalo, como gracia, como amor desinteresado del Padre, por propia elección, a quien quiera acoger a su Hijo y hacerse digno de la vida eterna.
Señor, un canto de agradecimiento me brota del corazón; pero también un canto de adoración, de humildad, de reconocimiento de mi pequeñez al tiempo que de tu inconmensurable ternura, que no sé si entonar el Benedictus o el Magníficat, porque algo me dice en el corazón que se me quedan pequeños ante el grito de amor mudo que quisiera elevar a los aires, pidiendo al ángel de mi guarda que te lo presente y te lo deletree, porque sé que él se entenderá mejor con el Espíritu Santo, que es el que clama en mi corazón “Abbá, Padre”.
Jesús Esteban Barranco